jueves, 21 de febrero de 2008


SILENCIO

En una mañana sin palabras, descubierto por el inocente sol que lucha por no abrazarnos con sus rayos, un hombre sin identidad atraviesa la plazuela del puerto y huye hacia el mirador, como buscando el refugio perfecto para extender sus alas e intentar humillar al viento.
Se abre paso entre la gente, soldados rasos que como él, pretenden olvidar las calles y convertirse en la especie dominada por el mar. Entre rostros destemplados confunde su sombra con minutos de silencio, con centímetros de efusivo vértigo y segundos de furtivas miradas.
Entre las rocas, dos niñas juegan con el mar, ¿acaso el deseo de gloria es tan banal para alguien que tiene miedo de ser uno más de los súbditos del mar? Esta persona se siente observada. El mar no tiene sentimientos pero sin embargo ruge, se violenta, calla, susurra y acepta a los atrevidos que comparten cada tarde la muerte sangrienta del sol, pero que no obtienen trofeos, ni recompensas, ni recuerdo de esa batalla. ¿Se habrá terminado la inmortalidad de las almas? ¿Tendrá fin esta marea verde, negra, gris o azul? Las lanchas y los botes atados a las boyas y aún los que se alejan de nuestras miradas parece que guardan un poco de los deseos vertidos por cada mortal que los observa. Vamos, aléjense, llévenselos lejos, no los traigan de vuelta.
A veces (o siempre) una frustración, un sueño que agoniza, es mejor que se convierta en uno de los tripulantes de esas pobres embarcaciones que se van buscando el infinito, la corona de espinas y diamantes que los atará al rumbo del mar; no sentirán su presencia pues van condenados a morir o navegar en silencio para escribir el epílogo de una historia.
Y ahí se deben de quedar.
La mañana se enfría a pesar de que el sol interrumpe por instantes el paisaje incomprensible de la neblina, mientras las calles hierven en espectáculos hu-manos, en peleas para sobrevivir, en deseos infaustos, en penas y glorias, en lo que nos separa de los animales y nos hace más racionales o irracionales.
La persona que se sentía observada lanza un mensaje más a la nada sobera-na y emprende la huída, el retorno a su caverna. Al abrirse paso entre la gen-te, por los caminos empedrados, los edificios, las sombras, los rostros de la civilización jadeante e intrascendente, vil e insignificante, se da cuenta que olvidó el motivo de existir en este planeta, en este pedazo de vida. Pero, al menos por hoy, ha descubierto que hay pocas cosas que realmente valen la pena, que tal vez su existencia es en vano y que no necesita ni amigos ni enemigos, ni elefantes blancos ni fantasías de cristal.
Sólo necesita vivir completamente solo hasta aislar por completo su alma.
Y, tal vez, ese aislamiento lo encuentre cada mañana en compañía del rugir omnipotente del mar.
Tal vez, sucumbir entre las olas sea mejor que vagar como un holograma de ser humano.

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