Caminaste
bajo la lluvia, divisaste universos ocultos. Recordaste un pasado que te era
ajeno a pesar de haberlo vivido, soñado, tocado, a pesar de haberlo descrito y
dibujado por décadas. Sientes el aleteo de las gaviotas, te ves a la entrada del
muelle. Los barquitos, escuchas que alguien te dice, eres un niño, tienes
miedo, corres pero vuelves a los brazos de tu abuela, te acaricia el rostro,
luego quedas de pie en la madrugada, ves la pista, el rastro de sangre volando
como luciérnagas que pierden la luminosidad, que se desvanece, que te hiela la
voz, que te hace derramar lágrimas por días, semanas, y tiemblas y cuentas los
meses hacia atrás y pierdes el habla y recuerdas que tienes un nombre y ese
nombre cruza las avenidas, se pierde en la garúa, en el polvo, entre los
papeles, tus abuelos siguen a tu lado pero tus huellas se borran tras
estruendos, quieres voltear, aprender a volar.
Volar,
dices mientras sigues observando el vacío de tus pupilas.
Ves
las nubes dejarse arrastrar por el viento, se va un año, cinco, atraviesas las
puertas, eres una isla atrapada en el mar, eres la luz del faro pero no guías,
no iluminas, eres canciones que se quedan en tu mente, eres silencio, eres
estruendo atrapado entre un amasijo de neuronas, entre fantasmas horizontales,
que vuelven a cruzar avenidas y se quedan tatuados en el suelo, húmedo. Te
recluyes sin hacerlo, sin que nadie se percate, disfrutas de no tener voz,
sueltas las manos y te pierdes en el laberinto de palabras, una sobre otra,
entre miles de papeles amarillos, en cuadros, en líneas verdes, infinitas.
Volar,
levantarte, dijiste.
El
vértigo se lleva tus nervios, eres invisible, nadie lo sabe, nadie conoce el
secreto de las baldosas, de los pisos de madera, de los crujidos del viento. Te
haces un hombre en esas incandescentes calles de bronce, de miles de subidas y
bajadas, todas llenas de polvo. Aprendes como entrar al laberinto, por momentos
corres, por momentos te refugias, conoces los rostros, las dimensiones alternas;
quieres correr otra vez, pero ahora no vas solo, tienes de la mano unas líneas
delgadas, pequeñas, se cortan, se cruzan, se mezclan como cientos de timbres de
voz, como paseos alrededor del mundo, de ilusiones salpicadas como gotas de
garúa en una de esas tantas ventanas, de almohadas, de mañanas interminables.
Luego vuelve el dolor, te enfermas de romper las páginas en blanco, coleccionas
cicatrices, te preguntas dónde queda, dónde vive toda esa magia.
¿Es
real?, te preguntas cada tarde de domingo, ves cabellos al viento, ves sonrisas
azules, ves canciones volando como almas solitarias, atrapadas en un inmenso,
interminable océano; unas fotografías, unas escaleras, unas puertas cerrándose,
una mirada triste, un invierno, un verano, unos meses que duran más que años
completos, vueltas al sol sin respirar; eres frágil, vulnerable, ves un puente,
un paseo de piedras, arena, miles de cielos diferentes, coges una mano, la
sueltas, te suelta, no te atreves a saltar. Ella. Ella, sí.
Caes
en cuenta que perdiste el rastro, olvidaste cómo volver a casa. Te pones
delante de todos, como un arbusto, como una nube. Pero nadie te ve. Observas tu
propio rostro, tus ojos cerrados. ¿Un sueño?, quizá.
Y en cada puesta de sol piensas en tu casa, cuando todos se han ido, cuando nadie te
escucha. Y llamas casa al lugar donde sonreíste por primera vez, donde te sentías
protegido, miras los paraderos, los autos, no quieres subir a ningún auto
porque ninguno te llevará hacia allá.
Aquí
hago una pausa. Me pongo a tu lado, imaginamos juntos. Tú, mirando nuestro rostro
inerte. Yo, contando nuestra historia.
Piensas
en esa voz que te arrulla, en ese rostro al amanecer. Te
ves dormido. En una cama, en el piso, en el mar, en el cielo, en la carretera,
en el asfalto, es 1975, 2018, 1987, 1995, 2007, 2002, 1992, 2005, 1982, 2013,
2022, tienes miedo, tiemblas, sientes que quieres correr, que no quieres estar
en ningún lugar, que no te duele golpearte contra las paredes, coges tu rostro,
no te reconoces, te estrujas, te duele el crepúsculo, te duele los libros, te
duelen las canciones. Luego piensas en esas manos delicadas, en ese color de
ojos, das tumbos, piensas en todos los momentos en los cuales abrazaste el
silencio, no te dolió la lluvia, piensas en esos árboles inmensos cubriendo el
sol, en esas hojas cayendo sobre tu rostro, destruyendo tu alma.
Te
cansaste de caminar. Viste el mundo una última vez. Recordaste un rostro, una
voz, una mirada. Un sueño, una frustración, una soledad, un laberinto, un miedo
a volar. Sí, a volar. Y de pronto, lo estás haciendo.
Y
sí, deseamos vivir dos veces, una para escribir todos esos recuerdos, la otra
para sonreír de nuevo, o dejar de hacerlo. Te ves en silencio. Y estamos
acostados ahí y te hablo y me miras. Vamos a escribir una historia juntos, deja
ya de pensar.
—Ojalá
estuviéramos otra vez ahí, mirando los barquitos, el atardecer, por las calles
a media luz.
—Decirte
confía, respira, sueña, no te rindas.
—Ojalá
no fuera el viento, ni las nubes, ni el infinito.
—Y
mirar el cielo y recordar nuestra voz. Y estar, aquí.
«Wish you were here» es una canción de la banda inglesa Pink Floyd,
lanzada en el álbum del mismo nombre en 1975. Escrita por Roger Waters, la
canción y el concepto del álbum giran en torno a sentimientos de ausencia,
crítica a la industria musical y en especial a Syd Barret, el antiguo líder de
la banda, el cual tuvo que abandonarla por problemas mentales.
Escribo
esto la madrugada del domingo, una y diecinueve de la mañana.
Anoche salí con unos amigos, la previa del cumpleaños, wow. Nos fuimos temprano, como a las diez y media, yo solo dos chilcanos, música alta, mucha gente, piqueos, conversaciones,
silencios, risas; salimos hacia la avenida Aviación, ¿tú te vas caminando desde
aquí?, sí, les dije, son como doce cuadras, bastante, me dijeron ellos, pero
vamos, ¿les parece?, como conversando, y eso hicimos, he recorrido esto cientos
de veces, los mismos edificios, las discotecas, los karaokes, los restaurantes,
hoteles, carros, paraderos, chicas en grupos de tres, de cuatro. Hace semanas
que no hago esta ruta, les dije, ellos conversaban, escuché algunas cosas,
cerré los ojos intermitentemente, ah los postes, los semáforos, la noche tibia,
la luna llena. Al llegar a San Borja Norte recordé por qué no he vuelto a
caminar por aquí: vi la banca vacía, frente a la pileta. Ellos seguían
hablando, yo dije algo en voz baja, algo como describir la banca, la madera, la
oscuridad de la noche.
El
estar en cuclillas, delante de ella. Sí, de ella. Mirarla a los ojos, ver el brillo de sus pupilas. Ella lloraba, la abracé.
«...’cause I’ve been in love before, and I found that love
was more than just holding hands…»
Nos
tomó veinte segundos cruzar la avenida, me tomó cinco regresar diecisiete años
en el tiempo: no estaba muy lejos de aquí, Aramburú con Panamá, y quién lo diría, años después
trabajé en el edificio que veía mientras caminaba sin rumbo. Ella regresaba a Chiclayo, era domingo, no era la una de la mañana, era las
siete, ocho de la noche quizá, su tía nos acompañó a la agencia. En ese
tiempo, ella venía a Lima y se quedaba en casa de su tía, en Jesús María, ¿tantas
cosas llevas?, le señalé la bolsa de rafia, de asas, no te rías, mi tía me
la prestó, llevo los duendes de jardín que me pidió mi
mamá; no conversamos mucho en el taxi, en algún momento nos
abrazamos, me miró, nos
dimos un beso breve, imaginé un atardecer del color de sus ojos, caminando de
la mano, en algún lugar, en algún momento del que jamás tendría memoria. Mi
tía, dijo despacio mientras se apartaba, y ya no estábamos en el taxi, hacíamos cola con la maleta y la bolsa. Nunca
había estado en este sitio, me van a cobrar exceso de peso, ya, yo te presto,
¿de verdad?, luego vimos la salida hacia el bus, dio unos pasos,
sonrió. Me quedé a despedirla con su tía,
yo estaba triste, increíblemente triste, el bus pasó por nuestro lado, ella
estaba ahí, en la ventana, sonriendo, diciendo adiós. Tenía su carita en la
mente hasta mucho después de perderla de vista; me despedí de su tía, pasé por
ese edificio donde comenzaría a trabajar siete años después —caigo en cuenta
que pasaron exactamente siete años. Caminé sin saber por dónde iba, pensando
en su rostro, en sus ojitos chinitos, en su voz, su preciosa voz ronquita, tan
dispar al ver su rostro y su figura tan delicada, tanto que no lo podías creer,
¿de verdad es tu voz?, sí, tarado, lo es, me dijo la primera vez que
conversamos por teléfono. Crucé por Canaval y Moreyra, —ahora sé que era esa
avenida—, pensé en la otra noche en Plaza San Miguel, abrazados, tanto que era
como volver a sentirla, como decirle en silencio: ¿sabes?, eres delicada pero a la
vez decidida, frágil y fuerte, y miraba el cielo, tienes la fortaleza que yo no tengo, incluso hasta el día de hoy.
Caminé
mucho, encontré un teléfono público, la llamé. Hola, hola mi amor, ¿qué estás
haciendo?, caminar sin rumbo, aquí ya están pasando la cena, no tengo mucha hambre. La quise mucho en
esos dos minutos que duró la llamada, luego corté, doblé por quién sabe qué
avenida, seguí mi camino hacia Javier Prado, subiendo, bajando, vi un
micro, recordé que el otro día subimos a uno parecido, rumbo a Jesús María,
estábamos serios, sonó una balada de fondo, no nos hablamos, solo la miré, me
acerqué, nos besamos.
Y
solo había pasado semana y media desde que nos vimos por primera vez —dije
en voz alta. Vi la estructura del tren, arbustos, estábamos llegando a San
Borja Sur, ellos no me escucharon.
Los
Beatles, claro. Digité eso en el buscador. No sabía que hacer, así que pensé
en buscar listas, foros, gente a la que también le guste los Beatles. Salió una
lista de la Católica, ese fue el comienzo. Mandé un correo, ella fue la primera
en saludar. ¿Cuándo fue eso?, junio, julio quizá, 2005. Soy de Chiclayo, vivo
por Santa Victoria, dijo en la primera conversación. Que había
terminado con su enamorado, se sentía un poco triste, le escribí, ella no respondía, no sé por qué le puse que
me hiciera caso, no podría hacer eso ahora, pero ella me comenzó a escribir,
tanto que se nos hizo una necesidad estar conectados, ¿los
Beatles?, siempre fueron mi banda favorita, tengo discos en mi casa, posters,
cancioneros, yo también tengo cancioneros, hasta traducidos, ¿de verdad?, sí,
te los voy a regalar, anda, en serio, yo soy fan de Lennon, yo de
Harrison, ¿algún día vendrás a Lima?, siempre viajo para allá.
«…if I trust in you, oh please, don’t run and hide…»
Viajaré
en agosto, me dijo, habrá una tocada Beatle en Barranco, aprovechemos en ir. Me
puse a mirar la calle desde la ventana del carro, subía por Bolívar, estaba
llegando a Brasil. ¿Nos encontramos en Plaza Vea de Bolívar?, está bien,
¿siete?, sí, a las siete. Días antes me mandó una foto, había un arbusto, delante
estaba ella, una chinita de cabello marrón, sonriendo. La estaba observando, memorizando cada facción de su rostro, cuando en eso subió una chica. La miré. No, no es ella, ella no
va a subir, ella me va a esperar allá, tiene un congreso de estudiantes o algo
así, por el Círculo Militar, calma esa ansiedad, falta poco. El semáforo estaba en rojo, cambia,
cambia, ¿tanto demoras?, quise cruzar, me contuve, miré a lo lejos
la entrada del supermercado, me cogí el cabello varias veces, había poca gente afuera, no, no está ella, no dejé
de mirar mientras me acercaba, esquivando, apurando el paso.
—¿Qué
planes para tu cumpleaños? —me preguntaron.
—Nada,
el lunes salgo de vacaciones, veré todos los partidos del Mundial. De repente
salga en la noche.
Estaba
en la puerta, esperando. Siete, siete y cinco, siete y seis, siete y ocho,
siete y diez. Guardé el celular. Soplaba un viento débil, no hace mucho frío, eso
que es agosto. Tampoco hace frío ahora, solo que ya es noviembre, ellos siguen conversando, yo escucho, que la vida en pareja, que la convivencia, que es complicado, que el trabajo, que si falta mucho para llegar, que camina, falta poco, que nos reímos, que digo un par de cosas y
luego me aíslo de nuevo, que veo sus espaldas, que me pongo al lado, que
quiero decirles que alguna noche hace cinco años discutimos saliendo de la Rambla, que ella se adelantó, caminó muy rápido, yo la seguí, se detuvo en esa banca de San Borja Norte, que me acerqué, que le pedí perdón, que me miró, que nos abrazamos, que era de noche pero muchos, muchos años después de la noche en que nos conocimos, que lo pienso pero no les digo nada, y sí, esa noche sacaba a cada momento el
celular, uno muy diferente al que acaricio ahora en el bolsillo, veía la hora, lo guardaba, en algún momento
me acerqué al teléfono público para marcar su número, me lo sabía de memoria, aló,
dónde estás, estoy adentro, dónde estás tú, pero quedamos en vernos en la puerta, ¿hace rato has llegado?, sí, ahí salgo, espérame, pero no, no la esperé, colgué y
me acerqué a la puerta.
Entré,
las personas salían con sus bolsas, empujaban sus carritos, con niños, en
pareja, una chica le sonríe a un chico, van de la mano; ¿mañana sábado vas a ir a trabajar?, me distrae, dejo de pensar, ¿oye falta mucho?, yo
vivo a altura de la treinta y seis de Aviación, faltan tres cuadras, ya me
duelen los pies, no estás acostumbrado a caminar, ¿no? Carritos de
supermercado, más parejas, más señoras, por las ventanas se ve la calle, la
gente sale, dan la vuelta hacia la avenida Garzón, la casa de mi tía está por ahí, me dijo, a unas cuadras, nos encontramos y si quieres vamos para allá, ¿segura? En eso
dos chicas se acercan, una más alta, no la reconozco, a su lado, hacia mi lado,
una chinita pequeña, cabello claro, sujeto en una cola, está
por pasar, me basta dos segundos para tener para siempre su rostro retratado en la memoria, y lo recordé en ese camino desde Aramburú hacia Javier Prado, lo
recuerdo en este trayecto con mis amigos hacia la treinta y seis de Aviación,
lo recuerdo sin escuchar lo que ellos conversan, yo hablo en voz baja, no me
oyen, pero ella, en ese momento, sí.
La
llamo por su nombre, voltea. El marrón de sus ojos se ilumina, sonríe. Tiene un
jean azul, blusa, es muy, muy bonita, más que en la foto que me
mandó, me concentro en su rostro, en su mejillas, en sus cejas, tan bonita que siento que puedo acariciar su sombra, sus pasos, como
quedarse de pie contemplando la luna hora tras hora, sin cansarse. Es la
chinita más bonita que he visto en toda mi vida. Dice mi nombre con ese timbre
ronquito que me llamó tanto la atención, no pude asociarlo con su
rostro, no, no corresponde, le dije, me rio y esa noche también lo
está haciendo mientras me mira, podría jurar que el mundo se ha detenido, como
besarnos en silencio sin que nuestros labios se toquen. Miro su carita, la
acaricio sin hacerlo, le tomo las manos sin acercarme, la abrazo sin caminar a
su lado ni un solo segundo, quedamos petrificados, como fotografiados por esas
viejas cámaras con trípode de madera, como si un fotógrafo invisible nos
hubiera dicho posen hasta que yo les diga y ese tiempo siguiera transcurriendo.
Luego
nos saludamos, la besé en el rostro por primera vez, la primera de millones de
veces, me presentó a su amiga, es arequipeña, nos conocimos en el congreso ese,
no, estudiantes no, somos profesionales, recuerda, somos psicólogas, sí, lo
siento, lo olvidé, no nos percatamos cuando la despedimos, días después
me contó que ella nos analizó en esos cinco segundos que nos saludamos, ¿por
qué hacen eso ustedes las psicólogas?, que vio como nos miramos y como nos
flechamos, así, con ese término. Y luego ella volteaba y se reía, nerviosa, igual que yo.
Siento
que le hablo: no te lo dije en ese momento, pero no sabía qué diablos decirte, solo
tenía conciencia que debíamos caminar las cinco cuadras hasta la
casa de tu tía, que si seguías a mi lado, caminaría los setecientos kilómetros hasta Chiclayo, mirarnos,
acariciarnos sin siquiera tocarnos, reír, caminar por años, décadas. La calle se comenzó a
poner más oscura, bajamos por Garzón hasta que llegamos a un condominio, abrió
la reja, entramos por la derecha, subimos a un segundo piso, no
quiero entrar, le dije minutos antes, no recuerdo qué más dije en el camino, solo la contemplé, como semana y media después mientras me decía
adiós, o como ahora, que recuerdo su carita, que hemos pasado ya San Borja Sur y me acuerdo de ella diciendo
nuevamente mi nombre. Entonces nos sentamos en las escaleras, ¿te parece?, sí,
conversemos un rato.
Ya
estamos cerca, les dije. Me apuré en recordar esa primera conversación, y sí,
tú no estás aquí pero igual quiero hablarte como si lo estuvieras: en un
momento me dejaste hablar y te comenté sobre libros, sobre Beatles, sí, conversemos sobre Beatles, las canciones, las letras, una de mis cancioneros favoritas es Rain, ¿no la has escuchado?, no la recuerdo, la tarareé, no, no la
recuerdo, conversamos sobre la tocada beatlera a la que iremos el lunes, el
feriado, bandas de chicos de acá, va a estar mostro, te hablé sobre
Sabato, ¿no has leído El Túnel?, te pregunté como sorprendido y días después me
dijiste que te gustó que hable sobre mis libros y sobre mis hobbies, tú me
escuchabas y tu rostro era como dibujado en una escuela de arte, como sacado del cielo, de una noche estrellada, con luna roja y a la vez con crepúsculo, y con nubes
blancas y ahora con una luna azul, blanca, celeste.
Me dijiste que cantabas, ¿de
verdad?, te dije cántame una, no quisiste, insistí, te negaste, luego cantaste bajito, no te escucho, me
acerqué, puse mi oído cerca a tu boca, susurraste algo, en eso sentí que me
rozaste. Volteé, te miré y la mirada que nos dimos fue como un viaje por el
tiempo, estoy aquí, en el presente, escribiendo esto, pero también estoy llegando al cruce de Aviación con Angamos,
estoy en Javier Prado, luego de despedirme de ti, de caminar sin rumbo,
de subir por el puente, de sentir vértigo, luego de llamarte por teléfono, luego
de pasar una semana y media juntos. También estoy ahí, a tu lado, sentados
en la escalera, ¿sabes algo más?, quisiera escribir una canción con tus labios,
con tu cabello iluminado, con tus ojos marrones como la tarde, como coger un crayón y dibujarnos caminando de la mano, bajo el cielo de Miraflores, tocándote el rostro,
abrazándote, leyendo tus pensamientos; salir de aquí, bajar al
primer piso, retroceder, ir de espaldas, hacer el mismo recorrido por Garzón,
ver aparecer las tiendas, los carros, iremos a Galería Brasil a comprar discos,
te diré más tarde, llegaremos otra vez a la entrada del supermercado donde te vi, sentiré
tu perfume, el viento, los rostros invisibles de la gente, y no, no me quedaré
de pie; en eso cierro los ojos, tengo tus labios por primera vez, somos jóvenes, nos quedamos en silencio por un minuto, dos, invento
una conversación, ¿los Beatles?, ¿cuál es la canción
que más te gusta?, son varias, ¿cuál te recordaría a mí?, pienso rápidamente, If
i fell, por supuesto, y la cantamos, no, mejor cántala tú, y de verdad cantas muy bonito, ¿cómo haces para
modular tu voz?, pasa de ser tan ronquita a ser muy fina, muy melódica, pero tienes
que hacerme armonías, yo no canto, pero toco guitarra, ¿en serio?, sí, ¿y sabes otra cosa?, el tiempo regresa, se detiene, estás otra vez aquí, a mi lado, John Lennon canta el
inicio, suena la guitarra, el redoble, no te veo diciendo adiós por la ventana
del bus, no veo la avenida Aviación, abro los ojos, estás ahí, cantando conmigo.
El
resto de la noche olvidamos mirar hacia la luna. Preferí mirar tus pupilas, tus
cejas, tu sonrisa.
—Es
aquí —les dije.
Piden un taxi por aplicativo, esperamos algo de cinco minutos, el auto llega.
Pásala muy bien, me dicen, gracias por acompañarme, caigo en cuenta que mi
cumpleaños será en tres días, me abrazan, suben al auto, se van. Yo cruzo la
pista.
Al
llegar a mi cama, pienso que esa noche no terminó ahí, continuó hasta que la vi
subir al bus, hasta que la llamé, hasta que me dijo «mi amor» por primera vez. Y
me cuento esto, tratando de sentir nuevamente el calor de su cuerpo. Recordando
los detalles, tarareando nuestras canciones, narrando instantes en la mente, con su voz.
Imagino el final de la noche de la banca, tal como sucedió: dejamos de discutir, nos abrazamos, nos decimos que nos amamos, regresamos al departamento.
Termino de escribir, pensando que de una u otra manera, la vida nos juntó a pesar que sabía que
no me quedaría con ella, que la perdería. Que estaríamos esa noche de agosto
del 2005, que la vería irse en un bus, que nos separaríamos para siempre. Y para siempre duró ocho años,
hasta esa tarde del 2013, que quedamos en vernos a la salida de mi trabajo, del mismo edificio por el que pasé
la noche que nos despedimos. La vida nos permitiría estar juntos hasta octubre
del 2018, hace cuatro años, cuando definitivamente la perdí.
Y recordamos todo eso muchas veces, casi incrédulos, a pesar que nunca regresamos a ese sitio. Desde la
calle, en medio de los árboles, en nuestra cama, mirando el mar de La Punta, de Miraflores, de Paracas, de Huanchaco, de Pimentel. Aún no puedo creer que el tiempo haya pasado de esa manera. Y es lo último en lo que pienso antes de quedarme dormido.
Pero
no, chinita bonita, no te perdí. Vives aquí, por siempre.
«… if I fell in love with you…»
«If
I fell» es una canción de The Beatles, incluida en el álbum A hard day’s night
(1964), y parte de la banda sonora de la película del mismo nombre. Compuesta por John Lennon, fue según sus palabras el primer intento de una "balada digna", precursora de otras grandes canciones, como «In my life».
Comenzó
a jugar con sus manos, como cogiendo una guitarra imaginaria, haciendo arpegios
con el acorde de La menor, luego el de Do, ella miraba por la ventana, seria, escondiéndose
tras la cortina. Pensó en la belleza que transmitía su silencio.
—Alguna
vez escuché sobre un acorde secreto que el rey David tocaba para agradar al
Señor.
—
¿Qué dices? —soltó la cortina, volteó.
—Es
el comienzo de un poema de Leonard Cohen que tiene muchas versiones, mira —volvió
con la secuencia de acordes—, así va la canción, es muy bonita.
—
¿Has compuesto alguna vez una canción?
—No
—sonrió—. Tengo todo un concierto en la mente, pero no, nunca he terminado
ninguna —hizo con los dedos la posición de Sol—, con este acorde y el de Re se
podría hacer cualquier canción.
Lo
miró. Se tocó el cabello, cruzó las manos, una tenue luz iluminaba su rostro.
—Quizá
este sea el momento —dijo lento, su mirada se volvió triste—. Sabes que…
—No
Elizabeth, no lo digas. Nos quedamos aquí para cantar y estar tranquilos, lo
prometimos.
Miró
las paredes, las cortinas marrones, el desorden. Y él a dos metros suyo, con
expresión seria pero tierna, como quien dibuja el horizonte solo con la mirada.
Suspiró breve.
—Quiero
que me compongas una canción —le dijo, luego sonrió.
—Claro
—la miró sorprendido, lentamente también comenzó a sonreír—, podría decir, a ver:
«el sol nos encerró en su último amanecer», no mejor no, muy triste, quizá un
«miro tu rostro en el sillón, tus labios delgados, tu voz dando vueltas en la
pared» —simuló el acorde de La.
—Sigue.
—
«Me miras y tus ojos brillan más que el sol», «acaricio tu rostro, suave como
las nubes, podría enfrentar al mundo y volver solo para ver tu cabello negro,
flotando en el viento».
—Me
gusta. No sé cómo lo harás rimar en una canción, pero me gusta.
—
«Y ver tu reflejo de niña buena es como volver a nacer, una y otra vez, solo
para oír nuevamente tu voz» —miró la mesa, el mantel estaba en el suelo, dio
dos pasos, agachó la mirada.
—Gracias
por estar aquí.
—No
tienes por qué agradecer. Vinimos a este sitio para protegernos, para
acompañarnos. Para dejar de huir.
Ella
se puso de pie. Había fotografías en una vitrina, también sobre un aparador:
una familia, niños. Cayó en cuenta que era de mañana, diez, once quizá. El sol
brillaba. Lo miró.
—Aquí
vivía una familia, ¿tú crees que habrán logrado huir?
—No
pienses en eso. Seguro que sí.
—No
puedo dejar de pensar que quizá mañana no estaremos aquí.
—Eli…
—Es
la verdad, nos encontrarán, no escaparemos, nos ejecutarán.
—Ninguno
de nosotros pidió esta guerra, mucho menos vivir huyendo.
—Bombardearán
lo que queda de la ciudad, destruirán todo, no quiero morir, ¿entiendes? —dijo
sin escucharlo.
—Basta.
—No
puedo, hemos ido de casa en casa por tres días, estoy cansada de eso.
Guardó
silencio. Se cogió el cabello. Cerró los ojos. Imaginó su vida como una fugaz
secuencia de fotogramas: despertar, ver la calle, las personas, los autos, el
cielo, frío, calor, la noche cayendo sobre la ciudad, dormir, volver a
despertar.
—No
sé qué decirte —miró el techo una vez, dos veces, luego el piso—. Solo nos
tenemos a los dos. No puedo prometer cuidarte, solo estar a tu lado.
Le
dio la espalda. Ella lo miró una vez más. No encontró que decir, solo recordó
un edificio, documentos, escritorios, conversaciones breves, largas. La calidez
de su voz.
—
¿Recuerdas cuando te llevaba documentos a la oficina?
Se
sorprendió. Volteó a mirarla.
—Sí,
lo recuerdo. Me gustaba verte entrar, podría estar muy cansado, pero te veía y
se me pasaba todo. Me gustaba jugar a que no soltaba tus papeles y los
jalábamos hasta casi romperlos, ¿recuerdas? Yo te molestaba y te reías... Vamos,
usa esa sonrisa tan linda que tienes.
—Yo
nunca captaba tus bromas, tan inocente yo —rio brevemente, luego cambió de
expresión, suspiró, miró nuevamente el piso.
Se
acercó, tomó su mano.
—Eli,
nosotros no pedimos ni iniciamos esta guerra, somos víctimas.
Ella
temblaba, luego lo abrazó. Levantó la mirada. Sus pupilas brillaban. En dos
segundos recordó la última semana, el último mes. Correr, escapar, los gritos, el
dolor. Se aferró a su cuerpo, cerró los ojos. Los abrió.
—
¿Cómo era tu canción del rey David? —le dijo mientras le regalaba una sonrisa
triste, tímida.
Le
susurró al oído, ella preguntó algo. Se abrazaron otra vez. Minutos después
llegó el estruendo, arrancándolos del planeta como hojas de papel.
—Sí,
eso es lo que creo —miró su rostro, luego bajó la mirada—. tal vez haya un Dios
arriba, pero esto no es un lamento. Sé que no saldremos vivos de esta. Pero
terminar mi vida a tu lado, es el mejor final que podría haber deseado.
«Hallelujah» es una poema compuesto por Leonard Cohen, publicado como canción en su álbum Various Positions (1984). A la fecha cuenta con decenas de versiones, destacando las de John Cale, Jeff Buckley y la de Rufus Wainwright, esta última es la que se considera como favorita para este blog.
El
agua fría sobre el rostro. Cierras los ojos, los abres, miras las mayólicas,
coges el jabón, frotas tus manos, sigues recibiendo el agua en el cuerpo,
apoyas la cabeza en la pared, te sientes en una isla, perdido en medio del
universo, hastiado de sobrevivir.
Imaginas fugazmente un mundo de nubes
construido sobre una avenida de autos de colores, fulgurantes, de lunas llenas
pintadas con aerosol, como un camino de ladrillos amarillos, sí, de ladrillos
amarillos así no recuerdes la película, luego tienes un asiento en la última
fila del cine y en la pantalla se ve en letras inmensas: «tu existencia es una
imperfección», abres los ojos y ya no estás en la butaca, estás bajo la ducha y
el agua sigue cayendo sobre tu cabeza, ves como se va por las rendijas del piso
y quizá termine en el mar, piensas en él y te ves saltando al llegar las olas,
una marea baja cubriéndote del poder del sol. Terminas de bañarte, coges la toalla,
te secas la cabeza, de pronto estás dibujando una silueta en la esquina de un
cuaderno mientras el profesor escribe en la pizarra, no te importa ser
oscurecido por las nubes, desapareces de la vista de todos y te sumerges en tu
dibujo, eres una silueta negra dando pasos por el precipicio, estás por caer pero
sigues dibujando, el abismo es infinito así como tus palabras que nadie
escucha; terminas de secarte la cabeza, la cara, las orejas, te pones la toalla
en la cintura, te cepillas los dientes, ves tu rostro en el espejo: se notan
canas en los costados, tienes los ojos cansados, no has dormido bien esta
noche, ni esta ni las últimas cuatro mil; terminas, te enjuagas la boca, coges
la máquina de afeitar, la barba es rala, breve, pero no te gusta el bigote,
pasas las cuchillas una vez, dos veces, una tercera y hasta una cuarta, te
enjuagas la cara, sientes el fresco del agua, piensas en la noche anterior
aunque no la traes de lleno a tu mente, sientes que fue como huir de la
civilización, observar los autos, los buses, mirar los rostros sin distinguir
las facciones de ninguno de ellos, de repente olvidas esto, coges tu ropa y
sales del baño.
Te
sacas la toalla, la arrojas en la cama, quieres echarte un momento pero sabes
que no es temprano, dudas, luego lo haces, te cubres el rostro, coges el
celular, no ves la hora, ves la foto de fondo: un atardecer en el acantilado, acantilado, mar, vacío, otra vez el maldito vacío. Miras el techo, es color hueso o marfil o no sabes cómo definirlo, cierras
nuevamente los ojos, quieres que el tiempo retroceda para poder descansar más
horas, pero a la vez no quieres que vuelva atrás para no vivir nuevamente el
insomnio, el sueño que ahora no recuerdas. Diez minutos después te vuelves a
levantar, coges el desodorante, piensas que demonios ponerte, coges un jean, no
te gusta el color, coges otro, sacas la ropa interior, miras el ropero, hay
otro espejo pero a este no prestas atención, te arrepientes y lo miras: tu
semblante es atroz, no reconoces al muchacho de la universidad, al que salía
con sus amigos en la noche, el que solía reír, el que pensaba en
historias que jamás escribió, el que dibujaba en sus cuadernos, el que
cogía la guitarra por horas para tocar canciones que nunca cantaría frente a
nadie, pero que cubría las horas oscuras con las horas oscuras que otros usaron
para componer eso que ahora canta, recuerda, tararea. Ves la ventana abierta,
hay un ligero viento jugando con las cortinas, te cambias, no quieres que la
hora avance, no es cierto, quieres que lo haga, quieres que sea de noche,
quieres que se cierre la puerta y olvides el trabajo, odias a todo el que te
saluda, odias el sol, odias los pasillos, odias las puertas, los escritorios,
las sillas, los techos, los fluorescentes, odias los cómoteva, cómoamaneciste,
todobien, odias las escaleras y odias tener que pensar qué camisa ponerte,
cuando te decides la hora ya pasó y debes correr a peinarte, ves nuevamente tu
reflejo y vuelves a recordar la juventud, el caminar despreocupado por las
mismas calles una y dos veces más; ves la cama desarreglada, sacas las
frazadas, la sábana, el cubrecama, las almohadas, la tiendes, dejas las
sandalias y te pones los zapatos, coges las llaves, el dinero, ves los
perfumes, coges uno al azar, te aplicas en el rostro, detrás de las orejas, los
brazos, el cuello, te arde la barbilla, llegas a la puerta, sientes la llave en
los bolsillos, abres la puerta, vuelves tocar el bolsillo y metes la mano para
volver a sentir la llave, miras que no haya nada enchufado a pesar que no has
conectado nada, miras la habitación donde vives: los libros acomodados uno
sobre otro, uno al costado del otro, uno tapando a otro, el perchero con la ropa
colgada, los zapatos, la cama, al demonio con todo, pones el seguro y cierras
la puerta con cuidado, caminas por el pasillo, bajas las escaleras.
La
calle es una muerte que describes a diario, como una soledad tras otra
perdiéndose en la infinidad de avenidas, ves una persona volteando la esquina,
el parque, los árboles, las palomas, los mirlos, las hojas en el suelo, un
anciano paseando a su perro, una mujer viniendo hacia ti, pasando por tu lado,
la observas de reojo, es guapa, luego la olvidas y das la vuelta, ves los
autos en el paradero, el semáforo, luz roja, gente igual cruzando, una patrulla
en la estación del tren, policías conversando, más gente cruzando, conversando,
un hombre con audífonos como vincha, cómo odias ese modelo, está nublado, no
hace frío, es una primavera extraña de fondo gris, como una canción sin nombre cantada con los ojos
cerrados y eso quieres hacer para no olvidar que odias caminar estas calles, luego recuerdas algo y al instante recuerdas una cosa más,
cuando menos esperas estás en el bus contemplando la ciudad, ves las nubes y crees que sigues
cayendo; los edificios, las tiendas cerradas, las tiendas abiertas, las líneas
pintadas en las pistas, el tráfico, los autos, la gente en moto, en bicicleta. Sientes
que quizá deberías estar golpeando tu cabeza contra la pared de la habitación hasta
la siguiente edad de hielo, que los segundos se vuelven eternos cuando miras el
techo y se vuelven efímeros cuando encuentras algo que te hace sonreír. La vida
es una suma de minutos y segundos que transcurren en medio del hastío de un
trabajo que lentamente te mata, de sueños que se quedan impregnados en la
almohada y perdidos en las sábanas, discurriendo como el agua de la ducha. Una
persona sube al bus, comienza a cantar una canción que conoces de memoria, no
la tarareas, la detestas en este momento, ves al hombre como un compañero que
cae junto a ti por el mismo abismo, no son diferentes, luego se calla, pasa por
tu lado pidiendo dinero, no lo miras, él sí y los dos segundos que se para a tu
costado son suficientes para entender que el dolor es tan dulce como imaginar
que eres feliz.
El
camino se hace largo, pero cuando menos esperas estás de pie en la acera
mirando a las personas disfrazadas, ocultando sus corazones. Los anuncios, más
buses, una vendedora, tu aliento enterrándose en el asfalto, autos rojos,
verdes, azules, un semáforo, otro, las piernas que inconscientemente quieren sacarte
del precipicio, pero tú quieres seguir cayendo, ahora solo, rozando las nubes
de papel picado, blancas, negras, entendiendo por qué no llueve en esta ciudad,
entendiendo y no entendiendo a la vez por qué luces cansado, infeliz, sin
ganas, sin deseos de dejar de caer y tocar los techos, hastiado, con rabia de
que todo tenga el mismo color; quieres una vida tranquila pero no dejas de
enumerarlo todo: la gente que pasa por tu lado, la pareja que se despide con
un beso, un perro con su amo que se distrae, un paradero, miles de buses y ojos
que se mueven en cámara lenta, en escala de grises, en progresiones de dos a
cuatro a veinte, dejando las marcas de los zapatos en las
paredes. Sientes que la rutina te coge del cuello, te asfixia, te ata, te
sumerge en el mar y de pronto recuerdas que eras niño y te gustaba meterte a
sentir las olas, te daba miedo y lo olvidabas, pensabas que cuando seas mayor
nadarías hasta la isla, luego regresarías y contarías cada una de las piedras
de la playa; pero ahora solo esperas seguir cayendo y que el vértigo te consuma
de a pocos, que de repente cierres los ojos y los autos, las tiendas cerradas y
las tiendas abiertas, la calle que cruzas, el café de la esquina, el hotel del
costado, la puerta de tu trabajo y todas y cada una de las estrellas que no ves
en este momento se metan en tu cuerpo y hagan que explote, que se vuelva polvo
y ese polvo se entierre en algún jardín donde nadie tenga que verse al espejo
luego de bañarse, ni cambiarse, ni cerrar la puerta ni tocar el bolsillo para
percatarse de la llave, ni subir a un bus, ni ver las calles ni desear por
primera y última y penúltima vez que su cuerpo deje de caer y vaya
directo al centro de la tierra, para no tener que saludar al vigilante, ni
marcar tarjeta ni subir escaleras ni ver que el cielo se pone celeste cuando
esta mañana al abrir los ojos era del color del final de sus sueños.
Y
un pasadizo, varias puertas cerradas, doblar a la derecha, más puertas, una
galaxia donde solo vives tú, la sala, diez pasos más adelante, un campo con dos
molinos, un escenario vacío, un hombre vacilante pensando en su existencia, la
oficina, el interruptor, el escritorio, la pantalla, el teléfono, la pizarra,
la silla. Ves el calendario. Dejas de caer. Respiras.
Miras
tus manos y las líneas formando dos letras A, mirándose una a otra. Recuerdas tu
rostro cansado al levantarte. Coges el teclado, lo sueltas. No sabes cómo
terminar esta historia invisible que sabes que nadie leerá. Quieres dejar de pensar en la lluvia que no existe, en la calle que no existe, en
la gente que no existe.
Tener una vida tranquila. Sin alarmas. Sin sorpresas.
«No Surprises» es una canción de la banda inglesa Radiohead, incluida en su álbum «OK Computer» de 1997. Compuesta por Thom Yorke y el resto de la banda, muestra el lado menos agresivo del disco y a la vez, el hastío de una vida insatisfecha.
Los
autos subían y bajaban por la avenida Aviación. Su sombra se siente cansada, es
pálida comparada con la que deja el tren. Levanta la mirada: uno, dos, siete,
ocho vagones.
Cruzó
la pista con el semáforo en rojo. Aceleró el paso, agachó la cabeza, llegó al
otro lado, se acomodó la bota del jean una, dos veces. Vio las bancas de madera,
donde suele sentarse para tomar el fresco.
─En
las banquitas, ¿te parece? Las de las plantitas.
Quiere
ir lento pero no puede. Observa las torres, una persona sube las escaleras,
otra mira por la ventana. Ve la primera banca: una señora sentada en ella
cogiéndose el cabello, reniega en silencio; ve las bancas del frente, pero esas
no tienen las plantas que lo ocultarían momentáneamente del mundo, avanza, ve
la siguiente: una pareja tomando una gaseosa, comiendo algo. Coge el celular, mira
la pantalla. No hay notificaciones. Lo guarda, maldice por no haber visto la
hora, vuelve a sacarlo: son las siete y cincuenta y seis, ella ya debe estar
cerca, saca la cuenta mentalmente, quizá llegue ocho y cuarto, nunca fue
puntual; ve una banca vacía, no ve a nadie acercarse, igual se apura en llegar.
Se sienta. Saca el celular, nuevamente no repara en la hora, abre Facebook,
desliza varias veces la pantalla, nada le llama la atención, entonces busca su
perfil: esa foto la ha visto ya dos millones de veces, cuatro en este día. Ella
sonríe mirando de frente a la cámara con esos enormes lentes oscuros. Agranda
la foto, intenta mirar por el reflejo de los cristales, la agranda al máximo, se
nota que alguien más la tomó, se incomoda, cierra la foto, desliza nuevamente
la pantalla, no hay ingresos nuevos desde hace doce días, abre otra aplicación,
la vuelve a cerrar, abre otra más, apaga la pantalla, la vuelve a encender,
esta vez sí repara en la hora: siete y cincuenta y ocho, ¡mierda! ─maldice por
segunda vez─, se coge las cejas, mira hacia el frente.
Piensa
en su sonrisa. Su sonrisa. La que es capaz de iluminar la mitad de la ciudad.
─Me
dará gusto verte de nuevo, ¿hace cuánto ya?, ¿año y medio?
Un
auto se detiene en la auxiliar, lo mira, no es el auto azul marino que ella
conduce, mucho menos la camioneta roja que compró el 2011. La camioneta roja.
2011. Mira hacia el frente. Son ellos dos, nueve años más jóvenes. «Baby ─sonríe─, para que memorices mi
placa: B de bella, sigue el 4, o sea four,
y E de ever, bellaforever, 5-5-2, cincoparati, cincoparamí, losdos, ¿captas? ...».
Iban de la mano, ella sin parar de hablar, el viento jugando con su cabello. «Ojalá
los cines estuvieran abiertos para ir como antes, ¿te acuerdas cuándo íbamos al
cine de la Brasil?, claro, yo llegaba y te esperaba, tú siempre demorabas y yo
me iba caminando por toda la cuadra, daba la vuelta, volvía a pasar por el
cine, veía todos los posters, los precios de las entradas, seguía de largo
hasta la esquina, cruzaba la pista y me iba por el otro lado, jajá, eres loco baby, tú siempre demoras mucho Princesa,
siempre te tengo paciencia…».
Paciencia,
paciencia. He tenido mucha paciencia ─se dice a sí mismo─. Trata de buscar la
luna, pero el cielo está muy oscuro, se levanta un momento, pero decide no
irse. Se sienta. El auto que estaba al frente arranca. Mira hacia atrás, las
tiendas están cerrando, ¿qué harán cuando ella llegue?, quizá subir a su auto,
dar una vuelta, cuadrarse en un parque y en una de esas hablarle al oído, «¿por
qué cada vez que te veo terminamos besándonos y la mayoría de veces acabamos
acostados?, no lo sé princesa, me gusta estar a tu lado», y siempre terminar escuchando
de sus salidas, de sus viajes, siempre mirando la hora y poniendo el freno,
«hasta las siete, hasta las seis, hasta las cinco, ya me tengo que ir», piensa
en el tiempo a su lado, piensa en su voz, piensa en las discusiones.
Piensa
en todas sus infidelidades. Se soba los ojos, se coge el cabello. Respira.
─Qué
milagro me escribes, ¿cómo has estado? Qué bueno saber de ti, te llamo, ¿ok?
La
gente sigue pasando, una señora con su hija, tres muchachos con latas de
cerveza.
─Baby, quedamos vernos hoy viernes?
─Hola,
no, quedamos para el sábado.
─
¡Ah, sábado!, pensé que era hoy, qué bueno porque estoy muy cansada, he
manejado hasta Ancón y recién llego a casa, te veo mañana entonces, ¿sí? Ok,
ok, cuídate.
Ocho
y ocho. Guarda el celular. Pierde la mirada entre las casas del otro lado de la
avenida, cierra los ojos. 2011, 2012. Quiere levantarse, no puede. Recuerda que
trajo los auriculares, se los pone, los conecta, abre la aplicación. ¿Alguna
banda de los noventa?, no, rock clásico, no, Beatles, no, Soda Stereo,
tampoco, ¿Bed of roses?, no, baladas
definitivamente no, borra lo que ha escrito, piensa una vez, piensa otra, una
tercera, la pantalla se atenúa, la toca para que no se apague, mira la banca,
los maderos, los cuenta, los toca, mira hacia la derecha, las plantas son en
realidad dos arbolitos, uno a cada lado, no sabe su nombre, quiere buscarlo por
Internet pero piensa que mejor otro día, frente a él hay otro más grande que
contrasta con el cemento del piso y la baranda que lo separa de la auxiliar,
las luces son amarillas, el tren vuelve a pasar, suspira, observa la pantalla apagada
del celular y logra ver algo de su reflejo: el brillo de sus ojos, su
semblante. La gente pasa, no lo miran, siente que no existe, que si se para en
medio del camino lo atravesarían como un fantasma. Agacha un poco la mirada, ve
sus zapatillas, se arregla nuevamente la bota del jean, enciende la pantalla,
ve la banca. Quizá no es buena idea ─piensa─. Enciende la pantalla, digita en
el buscador: Calamaro.
«…no me claves tus
puñales por la espalda, tan profundo, no me duele, no me hace mal.»
De repente las palomas revolotean, hay decenas de ellas. La banca no es
cómoda, sube las piernas, las cruza, ve los autos pasando por la plaza, un Volkswagen
rojo, un tico amarillo. Ve la torre izquierda de la catedral, luego la derecha,
la gente caminando, conversando entre ellos. Observa una de las palmeras, mira
el suelo.
De pronto están en el salón y la mira. Se acerca y le pregunta si quiere
bailar, ella tiene un vestido azul, corto, le sonríe, es blanca como las
paredes de la ciudad, sus ojos negros contrastan, son como la noche, la fría
noche arequipeña. Bailan por horas. Conversan. ¿Eres de la UNSA?, sí, yo soy de
la UNI, ¿se quedarán algunos días más?, no, mañana en la noche regresamos a
Lima, quizá podríamos vernos, claro, está bien, ¿te parece mañana en la tarde
en la Plaza de Armas? Horas después su hermana la llama, es más baja que ella, no
se parecen mucho, se despiden, logra memorizar su número, tienen que irse,
viven lejos del centro, y mientras se va suena la nueva canción de Calamaro,
esa que tanto odia y que ha escuchado cientos de veces durante esta semana de
octubre. Octubre, 1997.
Mira el cielo. Va cayendo la tarde y es tan celeste que casi se puede tocar
la cima de las montañas. Pasa un lustrabotas, le mira los zapatos, pasa un
vendedor de algodón dulce, los niños lo siguen. Pasan quince minutos ─las nubes
tan blancas─, pasa media hora ─los autos se detienen, avanzan─, pasa una hora ─empieza
a atardecer─. Ella no llega, nunca llegará. Se levanta. Da dos pasos. Era la
chica más linda de la noche. Mira por última vez las palmeras, cruza la pista,
ve un teléfono público, mete la mano en el bolsillo derecho, acaricia el papel
donde anotó su número para no olvidarlo, no lo saca, sigue de largo. Voltea la
esquina y desaparece.
«…un perro ideal que
aprendió a ladrar, y a volver al hogar para poder comer.»
Suspira.
Los autos siguen pasando, suben, bajan por la avenida, vuelve a pasar el tren,
ya no cuenta los vagones ni mira hacia atrás para ver como cierran las tiendas.
Se quita los audífonos. Mira el arbolito, se mueve levemente con el viento,
quizá como ella, acumulando miradas en algún lugar de la ciudad.
Vuelve
a coger el celular. Aprieta los labios. No mira la hora, lo apaga. Luego se
levanta. El viento también golpea su rostro, una pareja pasa frente a él,
conversan, ríen. Llega a la esquina, espera que el semáforo cambie a verde para
cruzar.
No
se detiene, no mira hacia atrás.
Minutos
después observa el techo de su habitación. Siente una breve nostalgia, luego sonríe.
Cierra
los ojos. Deja de pensar.
"Flaca" es una canción compuesta y publicada por Andrés Calamaro en 1997, incluida en el álbum "Alta Suciedad".
«Bueno, quiero decir,
no te van a matar, así que si les das un golpe rápido ─un golpe corto y fuerte─,
no lo vuelven a hacer. ¿Captas? Quiero decir que se bajó de la luz, porque
podría haberle dado una paliza, pero solo lo golpeé una vez. ¿Es sólo la diferencia
entre lo correcto y lo incorrecto? Quiero decir, los buenos modales no cuestan
nada, ¿eh?».
Veo
la luz. Siento las constelaciones parpadear a lo lejos, la vida es un viejo
reloj de arena. Todo es un mundo dentro de otro y otro, girando alrededor de
mis ojos. Siento la tierra en mi rostro, el ruido es ensordecedor y a la vez
diáfano como agua de lluvia. La utopía de sobrevivir a una caída horizontal es
como abrir los ojos y descubrir que en realidad jamás existimos, que no somos
reales. Que somos el resultado de una batalla de palabras latiendo como un
corazón, gritando por sobrevivir.
Peleamos
durante horas, el general mandó a las líneas adelantarse, luego llegó el
desastre. Grité por horas, como una canción que no tiene fin. Sentí una
explosión en el pecho, caí.
[De niño, la soledad
era una puerta cerrada, un techo que se acercaba hacía mí para aplastarme, unas
paredes que atrapaban el silencio hasta dejarlo del color más oscuro que
existe, solo atinaba a taparme los ojos, el mundo giraba más lento, las horas
se vuelven una marcha por el desierto, como saltar sin paracaídas y sin saber
la altura ni si el viento me sacaría de esta ciudad. Crecí pensando que el
espacio era el paraíso de mis pesadillas, nadie me dio la mano y me dijo
levántate, las calles eran piedras que me hacían tropezar, indolentes. El frío
no dejaba escuchar mi voz, nadie se percataba de mi sombra.]
Ellos
se fueron. Me vi flotando en otra dimensión, la vida se convierte en notas de
piano apareciendo y desapareciendo como un camino de ladrillos, puedo respirar,
pero no puedo sentir mi cuerpo ni decir ninguna palabra. No recuerdo por qué
estaba peleando ni a quién defendía. Nosotros éramos un torbellino de polvo. La
marca en el cuaderno que alguien borrará y nadie más se dará cuenta que
existió. Los ojos cerrados en una escalera de papel, pensando que en algún
momento la guerra se detendrá y dejaremos de pensar que somos marcas en la
arena, que alguien escribirá nuestra historia y pondrá nuestros nombres. Mientras
eso sucede, veo la luna, sus cráteres, el sol se ve tan pequeño, ojalá pudiera
tocarlo. No sé si estoy muerto. Quizá lo estuve desde siempre. Es hora de
volar.
[Vaya, el cuartel,
nos dan órdenes, saltamos, peleamos entre nosotros, no puedo dormir, solo estoy
para marchar, para aprender a disparar, para decir sí señor y dar grandes
zancadas, la gran pelea llegará pronto ─dijo el sargento─, ustedes deben sentirse
felices de entregar la vida, los recordarán por siempre, no pierdan el control,
cuando estén frente al enemigo golpeen sin piedad, recuerden lo que les he
enseñado, ahora dispara, golpéalo, no es un hombre, es tu enemigo, tu enemigo,
recuerda el techo cayendo sobre ti, recuerda que las paredes no tuvieron
piedad, no cuenta los años que cumples, es tu maldición, tu locura, el nacer,
crecer, sentirte una piedra que alguien más pateará, dispara ese fusil, no seas
necio, tú no tienes una vida propia, eres mis nudillos y mira como golpeo el
suelo con ellos, mira cómo el mundo gira y tú te quedas de pie, sangrando,
llorando, ¿buscas una identidad?, ¿buscas alguien que te quiera?, ¿alguien que se
preocupe por ti?, ¿sientes dolor?, pues el dolor te ayudará a sentir que no
respiras en vano, ponte esa ropa y sal a matarlos, recuerda tu misión.]
Se
escucha un extraño eco aquí, fuera del sistema solar. Las canciones no tienen
fin, la humanidad es un papel en blanco, estrujándose una y otra vez. La
batalla debe haber terminado, yo prefiero seguir en el espacio y pasar de una
galaxia a otra, luego la llegada hacia un agujero negro, llego al horizonte de
sucesos, me atrapa, todo es azul, blanco, gris.
No
siento cuando levantan mi cuerpo, tampoco cuando me colocan en la camilla. Despierto
muchas vidas después, me veo en una habitación como la de mi niñez, temo que el
techo me aplaste, que las paredes atrapen nuevamente el silencio. Es un milagro
que hayas sobrevivo, eres un héroe ─dice la voz─. Nosotros, ellos, azul, negro,
arriba, abajo, con, sin, todo es una dualidad, una disyuntiva, una paradoja. No
sé si estoy vivo. Quizá lo descubra cuando cierre los ojos. Mientras tanto,
quiero seguir en el espacio.
[Es una sombra, me
dice que viene del pasado, del futuro, de unas baldosas sin tiempo, su timbre
de voz atrapa mis pasos, nuestras historias son un eterno domingo por la tarde,
caminando entre la melancolía de no saber si respirar tiene sentido y la ironía
de ver las puestas de sol y contener el llanto. La ráfaga de viento en medio
del mar cubre nuestras mentes. Caigo al agua. Abro los brazos. Quiero seguir
flotando en el viento, se siente paz. No me dejes volver, no lo quiero. Me extiende
la mano. Tu misión aún no ha terminado ─me dice─, falta ganar tu batalla, la
verdadera batalla.]
Vuelvo
a mirar el techo. En este nuevo escenario soy un trovador que mira hacia el
infinito. Y en ese infinito, el reloj vuelve a cero.
Es
que, después de todo, la vida es como un laberinto de acordes disonantes, avanzamos
en silencio, peleamos. Y al final, volvemos a casa, a contemplar las paredes. Como
hombres ordinarios.
La melodía original de "Us and them" fue compuesta por Richard Wright para la banda sonora de la película "Zabriskie Point" de 1969, titulada originalmente "The Violent Sequence". Rechazada por el director fue retomada durante las sesiones de grabación del álbum "The Dark Side of the Moon" (1973), con letras de Roger Waters.
Los gritos de la gente. Los miró así no
reconociera a nadie. Respiró. Una gota de sudor resbalaba desde su frente.
Observó el micrófono. A veces no se escucha a sí mismo, otras veces repite o balbucea, otras veces es como verse sentado en el piso de la
habitación del hotel: las cortinas cerradas, la guitarra a su lado, las paredes,
recuerda lo mucho que le cuesta olvidar las tardes de domingo, piensa en la
calle, en el frío del invierno, en la lluvia.
Siente que todos ríen a su alrededor, pero mira y es como si no hubiera nadie, como si aún estuviera en el hotel y lo ahogara la paranoia de tener el papel en blanco y sentir ganas de
escribir, de cantar, de ser un maldito bandido en un mundo imaginario,
atrapado en un espiral, en un callejón sin salida. Cierra los ojos, la gente sigue
gritando, como si fueran miles de infinitos contenidos en un metro cuadrado; se toma la cara,
siente su cabello tan largo, nuevamente aparecen las paredes como una desolación de
cemento, un laberinto de un solo color buscando un interlocutor.
Imagina la habitación. Se levanta, la ventana es
grande, la corre, mira hacia afuera: hay poca gente, la noche está llegando, no
hay luna. En eso siente el estruendo de las personas pidiendo una canción,
luego otra. Las conoce todas, las compuso mirando el techo, sentado en el piso, incluso
acostado sobre el pasto de algún parque cuando no lo reconocía ni su propia
sombra. Los recuerdos pasan por su mente como una especie de paraíso terrenal. Toca
el piano de la introducción de la siguiente canción. La noche anterior la tocó
en guitarra cuando todos se fueron, solo lo acompañaba una botella de whisky,
un vaso, la cubeta de hielo, los deseos de desaparecer.
Apagó
la luz, pero no soltó el vaso. Cuando abrió los ojos aún era de madrugada.
Tocó el piano.
Miró
por la ventana.
La gente levanta los brazos, delira, corea su nombre.
Pensó
en la alegría de sentirse triste, ríe, grita.
Comienza a cantar.
En su mente, la canción cobra vida y se abre paso entre nubes surrealistas, sortea un laberinto de versos mal
escritos, de años mirando el silencio. La muerte se vuelve una almohada muy pesada
en todas estas noches interminables; canta sobre la locura, sobre la
televisión, sobre las penas de las tardes de domingo, luego cae en cuenta que ya no
tiene el vaso en la mano, que no está sobre la cama, que cae en un pozo
interminable. Mira a la banda, deja el piano, se levanta, canta sobre la
paranoia y la depresión. Recuerda nuevamente la madrugada en el hotel: camina hacia la ventana para buscar la luna y
aullar con ella, para pensar en la vida como una hoja de papel amarillo que lucha contra el viento, viendo como su soledad se convierte de improviso en el
parante del micrófono, desea estrangularlo, aniquilarlo.
En eso siente la
descarga.
Cae. La banda sigue tocando, la gente enloquece. Se cierra su mente,
mira el cielo: las estrellas brillan como mostrando el camino, como quien dice «toma
mi mano, ven conmigo, tenemos tu alegría en el vacío». Se ve saltando, ya no
en el pozo sino por la ventana, luchando contra su propia locura, viendo cómo
se acerca el pavimento, se hace más grande, cierra los ojos, no hay dolor, incluso
recuerda los momentos buenos al lado de alguien, no ve su nombre, solo reconoce
su voz y se da cuenta que es un sueño porque en estas escenas ella lo ama y no lo
suelta, van de la mano entre caminos de ladrillos, entre soles de mañana, de
medianoche. Luego siente los estragos de la descarga. Se molesta al no ver la autopista
hacia las estrellas, solo a su banda, al público, a las luces. Se levanta,
recuerda que el parante del micrófono representa su soledad y lo patea
instintivamente, con furia, no por la electricidad que recorrió su cuerpo sino
por la impotencia de no poder tener el valor de regresar a su salto hasta el centro de la tierra. La gente vuelve a gritar. Corre hacia al piano, continúa su canción.
Repite el estribillo, canta más fuerte, grita,
siente que es como levantarse del pavimento y ver que no tiene ningún rasguño, como pensar que la muerte se ha equivocado, no saltó con él, se quedó en el piso de
su habitación, atrapada en el vaso de whisky.
«Yo
no quiero esta pena en mi corazón».
Luego
de la última nota vuelve a pensar en la habitación. Siente que sube a la cama,
coge las sábanas, observa el techo como si fuera un gran espejo. Cierra los
ojos. Se mira. La gente no deja de gritar. Él los mira.
La soledad es la última constelación del cielo. Todos los aplauden, no dejan de gritar. Se ve recogiendo el vaso, acostándose, cerrando los ojos una vez más. En este nuevo sueño, él se mira al espejo, sin multitud ni más canciones por cantar. Dejando simplemente que el reloj avance.
Para poder perdonarse a sí mismo.
"Yo no quiero volverme tan loco" es una canción de Charly García, incluida en el álbum "Yendo de la cama al living" (1982). En un concierto en Chile en 1985, Charly García sufrió una descarga eléctrica mientras interpretaba esta canción.
Llegamos a la cima. Me sequé el sudor. Lo vi de pie mirando el horizonte. No llevamos provisiones, solo nuestras guitarras. El sol alumbra, nos muestra sus rostros, nos regala la vista del mundo, sus sombras, su amanecer endeble. Hasta ahí hemos huido solo para escuchar nuestras voces y el susurro del silencio, como si se burlara de nuestros miedos. Vencemos el vértigo y la acrofobia. El vacío es como un conjunto de páginas sin titulares, llenas de palabras sin sentido, como un deseo psicodélico por cerrar los ojos y simplemente sumergirnos en el abrazo del viento, como si caer fuera el inicio del final del sufrimiento. Como un horizonte de sucesos girando para atrapar nuestros recuerdos. Miro mis pies para mantenerme por encima del mundo. Él se calza la guitarra, me da la espalda. Luego voltea, es la señal. El intro, la posición de sol suspendida. Comenzamos a cantar.
Ellos toman sus manos, el día comienza con una promesa de no volver a separarse. Acaricia su cabello, lo mira como si fuera la primera vez que examina su rostro. Los árboles los protegen del paso del tiempo, rozan sus manos, miran su reflejo en las pupilas del otro, las páginas de sus libros se desprenden para dejar las fotografías de sus sueños. Han escapado de sus casas, de su mundo, de su historia, de sus viejos pasos celestes para perderse en la inmensidad del flujo intermitente de los rayos del sol. Olvidan sus voces, los enternece el tener que observar sus sombras, fusionadas como una canción con más de un sentido, con más de un cuadro llenando el vano de sus puertas, ahora vacías para siempre. Vuelve a observarlo, sonríe. Lo ve alejarse, apoyarse en los árboles. Parece que intenta auscultar el bosque entero, su voz se vuelve impenetrable. Ella no deja de mirarlo. Afuera nadie los extrañará, son fugitivos de sus palabras. Esta mañana solo desean mirarse. Nadie más se parece a ellos.
No pudiste dormir bien, me escribiste muchas veces hasta que perdí el sentido. "La vida no es lo que esperas, tienes que saber cuando abrir los ojos y cuando dejarlos cerrados, mirar hacia otro lado cuando busques el brillo del sol. El tiempo de los hombres buenos ha terminado". No me saludaste esa mañana, subiste en silencio al avión para nuestra práctica. Había una breve brisa golpeando nuestros rostros. Nos sentamos uno frente al otro. "Nuestro viaje hacia el firmamento se verá terminado cuando nos enfrentemos al agujero negro, nos succionará, nos atrapará, nos llevará al pasado, al futuro, no tendrás las suficientes lágrimas para ver como una y otra vez te equivocas. Ahí debes saber cuando parpadear. Ahí aprenderás como ser un valiente". Nos dieron la orden para saltar. No me miraste, te adelantaste, saltaste antes que yo. El mundo es tan pequeño desde aquí. Cierro un poco los ojos. Y cantamos sin cesar.
No nos detenemos, rasgueamos acordes menores, mayores, en quinta, disonantes, perdemos el compás, lo retomamos, gritamos, no tenemos miedo. Toco la últimas notas, como si delante mío no estuviera el vacío sino una multitud, millones de personas volando por el espacio.
Ella intenta acercarse pero él la evade. Comienza a caminar sin detenerse, ella no puede pronunciar su nombre, no puede alcanzarlo. Ella se desespera, observa el sol, las nubes. Él desaparece.
Despliego el paracaídas, me aferro, siento la fuerza el viento, no hay pausa, todo acelera, el horizonte se vuelve inmenso, interminable. No te veo. Intento buscarte entre las nubes. "Toca la fuerza del viento y vuélvete uno con el sol. Así te harás indestructible. Inmortal".
Acorde de sol en quinta y termina la canción. Abro los ojos. Estoy solo. Él jamás estuvo aquí, jamás cantamos juntos. Jamás se despidió. Voló hacia su primera mansión.
Los árboles atrapan sus pensamientos, su historia. No lo vio alejarse ni extraviarse en el bosque. Solo la acompaña el rumor del viento. Él partió para siempre. Y ella recuerda su dolor.
Llegué a tierra, recogí el paracaídas. Observé tu mundo, el mundo del cual me hablabas. Hasta que decidiste irte. Solo me dejaste tus palabras: "el viento y yo somos uno, tú debes construir tu propio castillo en las nubes. Y nunca dejes de volar".
Él desapareció en medio de su propia canción.
Sin despedirse, sin tocar mis manos por una última vez.
Volando hacia el final del mundo. Detrás del sol de agujero negro. "Detrás del sol de agujero negro".
"Black hole sun" es una canción compuesta por Chris Cornell, publicado como sencillo el 13 de mayo de 1994.
Jueves, treinta de mayo, ahí estaban ellos. Yo asistía al camarógrafo, pero ayudé a trascribir la letra de la canción en el bloc, solo cuatro versos por hoja y numeradas para que él las lea y haga el playback. Lo observé mientras lo maquillaban. Estaba tan delgado, pálido, demacrado, las sombras y la base disimulaban un poco, igual se paró frente a nosotros, como un semidiós. Hicimos el conteo, comenzó a leer y cantar, John en el bajo, Roger en percusión, Brian no estaba en la grabación. No me percaté mucho en el sentido de la letra, pero sí en su presencia, se le veía frágil pero a la vez inmenso. Hizo una toma, la vio en el monitor, quiso repetir porque no le gustó el movimiento de sus manos. Lo volvimos a hacer.
Me vi sentado en el mueble, era una mañana de noviembre, 2010. Los chicos se fueron a la escuela, nosotros salimos un rato después. Subimos al coche. Ella se sentó en el asiento del copiloto. La observé. Miraba hacia la calle. La noche anterior discutimos sobre cosas que ya ni recuerdo, igual se despertó temprano, atendió a los chicos, se alistó, ahora nos estamos yendo juntos, la dejaré en su oficina, luego iré a la mía.
No conversamos. El semáforo nos detuvo. La miro de reojo: sus ojos marrones perdidos en la nada, su cabello lacio cayendo sobre sus hombros, sus manos delgadas una sobre otra, sus labios delineados, sellados, como ocultando su voz. Cogí el timón, la luz cambió. Avanzamos algunas calles más y nos detuvimos. Abrió la puerta. Gracias —me dijo—. Te veo más tarde, cuídate —dije yo—. Bajó y me miró. Sonrió.
Volvió al escenario. Mi compañera pasaba las páginas, él las leía, gesticulaba, no, interpretaba, vivía la canción. En eso reparé en la letra: detenerte, mirar hacia atrás, recordar, ver todo lo que has logrado, tu familia, tus hijos, tu pareja. Hicimos unas tomas más. Bebió un vodka y continuó, como lo más normal del mundo. Yo me quedé pensando en la canción. No era una más del álbum, era la más hermosa. Terminamos un rato después, él se fue junto a la banda. Se despidió de todos, no lo volví a ver nunca más. Cogí mis cosas, me fui a casa. En la noche la vi, estaba muy bella, le conté sobre el trabajo, sobre la banda, esperábamos grabar más videos con ellos, me miró, por momentos sorprendida, por momentos radiante, feliz. Luego sonrió, se iluminó su rostro. Es la chica más linda del mundo.
La oficina aún está a quince minutos. Luz roja. Tenía la radio encendida pero se me dio por escuchar algo de Queen, tenía algunos de sus CDs en el auto, saqué Innuendo, se me dio por poner el track número ocho, mi favorito del disco. Sonó la percusión, el bajo, luego su voz. Miré el cielo, canté, recité la letra. La luz cambió a verde, avancé, algunas cuadras más adelante la canción terminó y la repetí. Mientras veía la calle recordé nuestra vida de jóvenes, cuando nos conocimos, las fiestas, las salidas a pasear, los viajes, cuando la vi luego de grabar el videoclip de esta misma canción, cuando nos casamos, nuestra casa, la llegada de los chicos. Todo lo que hemos conseguido juntos.
Ya en la oficina, reparé en la foto que tengo sobre el escritorio, la cogí, estamos nosotros, felices. Luego tomé el teléfono.
Le conté sobre el día en el estudio, la canción saldrá como single, es del último disco, terminaremos la grabación cuando Brian vuelva de viaje, la sacarán después. Le conté sobre la parte que más me gustó de la canción.
La llamé a su oficina. Me respondió extrañada pero no molesta, me disculpé, se disculpó, fuimos breves, quedamos en cenar en la noche, antes de despedirnos recordé el final de la canción y se lo recité.
En la última parte, él cantó «…esos días ya se han ido pero una cosa sigue siendo cierta: cuando miro y encuentro que… aún te amo…», agachó la cabeza y sonrió como asintiendo, después miró la cámara y susurró:
«… aún te amo…».
Yo también mi amor —me dijo—, luego nos despedimos. Colgué. Observé nuevamente nuestra fotografía, la coloqué en su sitio, después vi el cielo desde mi ventana. Estaba despejado. Los años han pasado, tenemos dos hijos, una casa, una vida juntos. Y ella sigue siendo la mujer más hermosa del mundo.
[… I still love you…]
«These are the days of our loves», fue compuesta por Roger Taylor, baterista de la banda, inspirándose en su familia. La letra de la canción tomó otro significado tras la enfermedad de Freddie Mercury. Su videoclip fue el último grabado por Freddie (30 de mayo de 1991). Incluida en el álbum «Innuendo».