Corrió la cortina, dejó caer el agua sobre su rostro. Cerró los ojos, se volteó con dirección a la ventana, agachó un poco la cabeza dejando que el chorro de agua golpeara su nuca, relajándolo. Vio en su mente una calle llena de gente, hace muchos años. Había un rostro que jamás había visto en persona pero que en una milésima de segundo se le hizo el más habitual entre todos los que conocía; luego recordó su voz, su sonrisa, los primeros pasos a su lado, la calle por momentos infinita, por momentos tan corta como dar dos pasos hacia el abismo. Abrió los ojos, el vapor se condensaba en la ventana, no ha vuelto a escribir su nombre en el vidrio empañado, como la foto que alguna vez compartió -nuestro cuarto, dijo ella cuando la vio.
Las ideas se le hicieron turbias, mezquinas. Cogió la toalla, observó la tina, el piso, llegó hasta el espejo y observó su rostro. El tiempo se llevó sus mejores años, también los últimos tres que compartieron juntos. Mira a su izquierda, están las cosas de ella: sus cremas, el pequeño espejo que usa para depilarse las cejas, más cremas, peines, champú, acondicionador, ve también sus cosas y de algún modo piensa acomodarlas, guardarlas, llevarlas. Sacude la cabeza, se aplica desodorante, espera a que baje su intensidad porque recuerda que a ella le molesta lo fuerte del perfume. No piensa en la hora, quisiera que la mañana durara un año, tres, diez años. Y un aire de melancolía cruza su mente, de esos que nos cogen por sorpresa y son capaces de desdibujar sonrisas, indisponer, cambiar semblantes de manera instantánea.
Hace girar la manija con cuidado, cierra la puerta. Observa al frente, su ventana da al parque y adora la vista como todos los días. Baja la mirada, observa la frazada desordenada de su lado de la cama, su almohada; del otro lado, ella. Su cabello marrón cubriendo parte de su rostro, sus ojos cerrados, ocultando esas pupilas que le gustaba observar, mirar fijamente.
(Sí, caminamos muchas cuadras pero no me hubiese importado que jamás hubiéramos llegado al final, solo quería seguir escuchando su voz, ver su sonrisa, luego coger sus manos y finalmente besar por primera vez sus labios. Una primera vez que recordaría por toda la vida. Sus ojos marrones brillaban igual que su cabello. Había luna llena esa noche, ¿lo recuerdas? Pues yo sí, agosto, año 2005, nuestras vidas eran tan diferentes pero se cruzaron. Luego se separaron y volvieron a cruzarse porque así es la vida, se lleva algunos de nuestros sueños y eventualmente nos los devuelve, sorprendiéndonos aún más. Me gusta cuando me mira hablar y sonríe. Nosotros hemos nacido para estar juntos, le oí decir años después).
Al terminar de cambiarse miró el álbum de fotos que le mandó imprimir, es un regalo, son nuestras fotografías -le dijo-, no lo abrió, solo miró su sonrisa en la foto de la portada. Se arregló el cabello, se roció el perfume que más le gustaba -que a ambos les gustaba.
Te seguía diciendo todas estas palabras en silencio mientras te observaba dormir. No recordé ninguna de nuestras discusiones. Solo dejé que la melancolía se lleve mi conciencia. Mi conciencia y mis lágrimas invisibles.
Te miré por última vez, preciosa. Era lunes, viajarías en la noche. No me despedí, nunca lo hice. Solo entrecerré la puerta de nuestra habitación, crucé la sala, abrí la puerta no sin antes dar una mirada semicircular. Bajé las escaleras pensando alternadamente en todos estos años juntos, cerré la reja, vi nuestro parque. No conversamos nada ese día, solo por la noche, cuando me dirigía de manera inútil a darte el alcance en el aeropuerto.
La primera noche juntos, nos despedimos con un beso. Esa última noche, la calle sí se me hizo infinita. Tú viajabas hacia las estrellas, sin mí.
La primera noche juntos, nos despedimos con un beso. Esa última noche, la calle sí se me hizo infinita. Tú viajabas hacia las estrellas, sin mí.