─El sábado a las ocho, ¿está bien?
Los autos subían y bajaban por la avenida Aviación. Su sombra se siente cansada, es pálida comparada con la que deja el tren. Levanta la mirada: uno, dos, siete, ocho vagones.
Cruzó la pista con el semáforo en rojo. Aceleró el paso, agachó la cabeza, llegó al otro lado, se acomodó la bota del jean una, dos veces. Vio las bancas de madera, donde suele sentarse para tomar el fresco.
─En las banquitas, ¿te parece? Las de las plantitas.
Quiere ir lento pero no puede. Observa las torres, una persona sube las escaleras, otra mira por la ventana. Ve la primera banca: una señora sentada en ella cogiéndose el cabello, reniega en silencio; ve las bancas del frente, pero esas no tienen las plantas que lo ocultarían momentáneamente del mundo, avanza, ve la siguiente: una pareja tomando una gaseosa, comiendo algo. Coge el celular, mira la pantalla. No hay notificaciones. Lo guarda, maldice por no haber visto la hora, vuelve a sacarlo: son las siete y cincuenta y seis, ella ya debe estar cerca, saca la cuenta mentalmente, quizá llegue ocho y cuarto, nunca fue puntual; ve una banca vacía, no ve a nadie acercarse, igual se apura en llegar. Se sienta. Saca el celular, nuevamente no repara en la hora, abre Facebook, desliza varias veces la pantalla, nada le llama la atención, entonces busca su perfil: esa foto la ha visto ya dos millones de veces, cuatro en este día. Ella sonríe mirando de frente a la cámara con esos enormes lentes oscuros. Agranda la foto, intenta mirar por el reflejo de los cristales, la agranda al máximo, se nota que alguien más la tomó, se incomoda, cierra la foto, desliza nuevamente la pantalla, no hay ingresos nuevos desde hace doce días, abre otra aplicación, la vuelve a cerrar, abre otra más, apaga la pantalla, la vuelve a encender, esta vez sí repara en la hora: siete y cincuenta y ocho, ¡mierda! ─maldice por segunda vez─, se coge las cejas, mira hacia el frente.
Piensa
en su sonrisa. Su sonrisa. La que es capaz de iluminar la mitad de la ciudad.
─Me dará gusto verte de nuevo, ¿hace cuánto ya?, ¿año y medio?
Un auto se detiene en la auxiliar, lo mira, no es el auto azul marino que ella conduce, mucho menos la camioneta roja que compró el 2011. La camioneta roja. 2011. Mira hacia el frente. Son ellos dos, nueve años más jóvenes. «Baby ─sonríe─, para que memorices mi placa: B de bella, sigue el 4, o sea four, y E de ever, bellaforever, 5-5-2, cincoparati, cincoparamí, losdos, ¿captas? ...». Iban de la mano, ella sin parar de hablar, el viento jugando con su cabello. «Ojalá los cines estuvieran abiertos para ir como antes, ¿te acuerdas cuándo íbamos al cine de la Brasil?, claro, yo llegaba y te esperaba, tú siempre demorabas y yo me iba caminando por toda la cuadra, daba la vuelta, volvía a pasar por el cine, veía todos los posters, los precios de las entradas, seguía de largo hasta la esquina, cruzaba la pista y me iba por el otro lado, jajá, eres loco baby, tú siempre demoras mucho Princesa, siempre te tengo paciencia…».
Paciencia,
paciencia. He tenido mucha paciencia ─se dice a sí mismo─. Trata de buscar la
luna, pero el cielo está muy oscuro, se levanta un momento, pero decide no
irse. Se sienta. El auto que estaba al frente arranca. Mira hacia atrás, las
tiendas están cerrando, ¿qué harán cuando ella llegue?, quizá subir a su auto,
dar una vuelta, cuadrarse en un parque y en una de esas hablarle al oído, «¿por
qué cada vez que te veo terminamos besándonos y la mayoría de veces acabamos
acostados?, no lo sé princesa, me gusta estar a tu lado», y siempre terminar escuchando
de sus salidas, de sus viajes, siempre mirando la hora y poniendo el freno,
«hasta las siete, hasta las seis, hasta las cinco, ya me tengo que ir», piensa
en el tiempo a su lado, piensa en su voz, piensa en las discusiones.
Piensa
en todas sus infidelidades. Se soba los ojos, se coge el cabello. Respira.
─Qué milagro me escribes, ¿cómo has estado? Qué bueno saber de ti, te llamo, ¿ok?
La
gente sigue pasando, una señora con su hija, tres muchachos con latas de
cerveza.
─Baby, quedamos vernos hoy viernes?
─Hola,
no, quedamos para el sábado.
─
¡Ah, sábado!, pensé que era hoy, qué bueno porque estoy muy cansada, he
manejado hasta Ancón y recién llego a casa, te veo mañana entonces, ¿sí? Ok,
ok, cuídate.
Ocho
y ocho. Guarda el celular. Pierde la mirada entre las casas del otro lado de la
avenida, cierra los ojos. 2011, 2012. Quiere levantarse, no puede. Recuerda que
trajo los auriculares, se los pone, los conecta, abre la aplicación. ¿Alguna
banda de los noventa?, no, rock clásico, no, Beatles, no, Soda Stereo,
tampoco, ¿Bed of roses?, no, baladas
definitivamente no, borra lo que ha escrito, piensa una vez, piensa otra, una
tercera, la pantalla se atenúa, la toca para que no se apague, mira la banca,
los maderos, los cuenta, los toca, mira hacia la derecha, las plantas son en
realidad dos arbolitos, uno a cada lado, no sabe su nombre, quiere buscarlo por
Internet pero piensa que mejor otro día, frente a él hay otro más grande que
contrasta con el cemento del piso y la baranda que lo separa de la auxiliar,
las luces son amarillas, el tren vuelve a pasar, suspira, observa la pantalla apagada
del celular y logra ver algo de su reflejo: el brillo de sus ojos, su
semblante. La gente pasa, no lo miran, siente que no existe, que si se para en
medio del camino lo atravesarían como un fantasma. Agacha un poco la mirada, ve
sus zapatillas, se arregla nuevamente la bota del jean, enciende la pantalla,
ve la banca. Quizá no es buena idea ─piensa─. Enciende la pantalla, digita en
el buscador: Calamaro.
«…no me claves tus
puñales por la espalda, tan profundo, no me duele, no me hace mal.»
De repente las palomas revolotean, hay decenas de ellas. La banca no es
cómoda, sube las piernas, las cruza, ve los autos pasando por la plaza, un Volkswagen
rojo, un tico amarillo. Ve la torre izquierda de la catedral, luego la derecha,
la gente caminando, conversando entre ellos. Observa una de las palmeras, mira
el suelo.
De pronto están en el salón y la mira. Se acerca y le pregunta si quiere bailar, ella tiene un vestido azul, corto, le sonríe, es blanca como las paredes de la ciudad, sus ojos negros contrastan, son como la noche, la fría noche arequipeña. Bailan por horas. Conversan. ¿Eres de la UNSA?, sí, yo soy de la UNI, ¿se quedarán algunos días más?, no, mañana en la noche regresamos a Lima, quizá podríamos vernos, claro, está bien, ¿te parece mañana en la tarde en la Plaza de Armas? Horas después su hermana la llama, es más baja que ella, no se parecen mucho, se despiden, logra memorizar su número, tienen que irse, viven lejos del centro, y mientras se va suena la nueva canción de Calamaro, esa que tanto odia y que ha escuchado cientos de veces durante esta semana de octubre. Octubre, 1997.
Mira el cielo. Va cayendo la tarde y es tan celeste que casi se puede tocar la cima de las montañas. Pasa un lustrabotas, le mira los zapatos, pasa un vendedor de algodón dulce, los niños lo siguen. Pasan quince minutos ─las nubes tan blancas─, pasa media hora ─los autos se detienen, avanzan─, pasa una hora ─empieza a atardecer─. Ella no llega, nunca llegará. Se levanta. Da dos pasos. Era la chica más linda de la noche. Mira por última vez las palmeras, cruza la pista, ve un teléfono público, mete la mano en el bolsillo derecho, acaricia el papel donde anotó su número para no olvidarlo, no lo saca, sigue de largo. Voltea la esquina y desaparece.
«…un perro ideal que
aprendió a ladrar, y a volver al hogar para poder comer.»
Suspira.
Los autos siguen pasando, suben, bajan por la avenida, vuelve a pasar el tren,
ya no cuenta los vagones ni mira hacia atrás para ver como cierran las tiendas.
Se quita los audífonos. Mira el arbolito, se mueve levemente con el viento,
quizá como ella, acumulando miradas en algún lugar de la ciudad.
Vuelve a coger el celular. Aprieta los labios. No mira la hora, lo apaga. Luego se levanta. El viento también golpea su rostro, una pareja pasa frente a él, conversan, ríen. Llega a la esquina, espera que el semáforo cambie a verde para cruzar.
No
se detiene, no mira hacia atrás.
Minutos después observa el techo de su habitación. Siente una breve nostalgia, luego sonríe.
Cierra los ojos. Deja de pensar.
"Flaca" es una canción compuesta y publicada por Andrés Calamaro en 1997, incluida en el álbum "Alta Suciedad".