viernes, 22 de enero de 2021

Las canciones: Bonus track. Hallelujah (Rufus Wainwright)

— ¿Eso es lo que crees?


Comenzó a jugar con sus manos, como cogiendo una guitarra imaginaria, haciendo arpegios con el acorde de La menor, luego el de Do, ella miraba por la ventana, seria, escondiéndose tras la cortina. Pensó en la belleza que transmitía su silencio.

—Alguna vez escuché sobre un acorde secreto que el rey David tocaba para agradar al Señor.

— ¿Qué dices? —soltó la cortina, volteó.

—Es el comienzo de un poema de Leonard Cohen que tiene muchas versiones, mira —volvió con la secuencia de acordes—, así va la canción, es muy bonita.

— ¿Has compuesto alguna vez una canción?

—No —sonrió—. Tengo todo un concierto en la mente, pero no, nunca he terminado ninguna —hizo con los dedos la posición de Sol—, con este acorde y el de Re se podría hacer cualquier canción.

Lo miró. Se tocó el cabello, cruzó las manos, una tenue luz iluminaba su rostro.

—Quizá este sea el momento —dijo lento, su mirada se volvió triste—. Sabes que…

—No Elizabeth, no lo digas. Nos quedamos aquí para cantar y estar tranquilos, lo prometimos.

Miró las paredes, las cortinas marrones, el desorden. Y él a dos metros suyo, con expresión seria pero tierna, como quien dibuja el horizonte solo con la mirada. Suspiró breve.

—Quiero que me compongas una canción —le dijo, luego sonrió.

—Claro —la miró sorprendido, lentamente también comenzó a sonreír—, podría decir, a ver: «el sol nos encerró en su último amanecer», no mejor no, muy triste, quizá un «miro tu rostro en el sillón, tus labios delgados, tu voz dando vueltas en la pared» —simuló el acorde de La.

—Sigue.

— «Me miras y tus ojos brillan más que el sol», «acaricio tu rostro, suave como las nubes, podría enfrentar al mundo y volver solo para ver tu cabello negro, flotando en el viento».

—Me gusta. No sé cómo lo harás rimar en una canción, pero me gusta.

— «Y ver tu reflejo de niña buena es como volver a nacer, una y otra vez, solo para oír nuevamente tu voz» —miró la mesa, el mantel estaba en el suelo, dio dos pasos, agachó la mirada.

—Gracias por estar aquí.

—No tienes por qué agradecer. Vinimos a este sitio para protegernos, para acompañarnos. Para dejar de huir.

Ella se puso de pie. Había fotografías en una vitrina, también sobre un aparador: una familia, niños. Cayó en cuenta que era de mañana, diez, once quizá. El sol brillaba. Lo miró.

—Aquí vivía una familia, ¿tú crees que habrán logrado huir?

—No pienses en eso. Seguro que sí.

—No puedo dejar de pensar que quizá mañana no estaremos aquí.

—Eli…

—Es la verdad, nos encontrarán, no escaparemos, nos ejecutarán.

—Ninguno de nosotros pidió esta guerra, mucho menos vivir huyendo.

—Bombardearán lo que queda de la ciudad, destruirán todo, no quiero morir, ¿entiendes? —dijo sin escucharlo.

—Basta.

—No puedo, hemos ido de casa en casa por tres días, estoy cansada de eso.

Guardó silencio. Se cogió el cabello. Cerró los ojos. Imaginó su vida como una fugaz secuencia de fotogramas: despertar, ver la calle, las personas, los autos, el cielo, frío, calor, la noche cayendo sobre la ciudad, dormir, volver a despertar.

—No sé qué decirte —miró el techo una vez, dos veces, luego el piso—. Solo nos tenemos a los dos. No puedo prometer cuidarte, solo estar a tu lado.

Le dio la espalda. Ella lo miró una vez más. No encontró que decir, solo recordó un edificio, documentos, escritorios, conversaciones breves, largas. La calidez de su voz.

— ¿Recuerdas cuando te llevaba documentos a la oficina?

Se sorprendió. Volteó a mirarla.

—Sí, lo recuerdo. Me gustaba verte entrar, podría estar muy cansado, pero te veía y se me pasaba todo. Me gustaba jugar a que no soltaba tus papeles y los jalábamos hasta casi romperlos, ¿recuerdas? Yo te molestaba y te reías... Vamos, usa esa sonrisa tan linda que tienes.

—Yo nunca captaba tus bromas, tan inocente yo —rio brevemente, luego cambió de expresión, suspiró, miró nuevamente el piso.

Se acercó, tomó su mano.

—Eli, nosotros no pedimos ni iniciamos esta guerra, somos víctimas.

Ella temblaba, luego lo abrazó. Levantó la mirada. Sus pupilas brillaban. En dos segundos recordó la última semana, el último mes. Correr, escapar, los gritos, el dolor. Se aferró a su cuerpo, cerró los ojos. Los abrió.

— ¿Cómo era tu canción del rey David? —le dijo mientras le regalaba una sonrisa triste, tímida.

Le susurró al oído, ella preguntó algo. Se abrazaron otra vez. Minutos después llegó el estruendo, arrancándolos del planeta como hojas de papel.

 

—Sí, eso es lo que creo —miró su rostro, luego bajó la mirada—. tal vez haya un Dios arriba, pero esto no es un lamento. Sé que no saldremos vivos de esta. Pero terminar mi vida a tu lado, es el mejor final que podría haber deseado.






«Hallelujah» es una poema compuesto por Leonard Cohen, publicado como canción en su álbum Various Positions (1984). A la fecha cuenta con decenas de versiones, destacando las de John Cale, Jeff Buckley y la de Rufus Wainwright, esta última es la que se considera como favorita para este blog.


Bonus track.

viernes, 15 de enero de 2021

Las Canciones: Parte Siete. No Surprises (Radiohead)

El agua fría sobre el rostro. Cierras los ojos, los abres, miras las mayólicas, coges el jabón, frotas tus manos, sigues recibiendo el agua en el cuerpo, apoyas la cabeza en la pared, te sientes en una isla, perdido en medio del universo, hastiado de sobrevivir.

Imaginas fugazmente un mundo de nubes construido sobre una avenida de autos de colores, fulgurantes, de lunas llenas pintadas con aerosol, como un camino de ladrillos amarillos, sí, de ladrillos amarillos así no recuerdes la película, luego tienes un asiento en la última fila del cine y en la pantalla se ve en letras inmensas: «tu existencia es una imperfección», abres los ojos y ya no estás en la butaca, estás bajo la ducha y el agua sigue cayendo sobre tu cabeza, ves como se va por las rendijas del piso y quizá termine en el mar, piensas en él y te ves saltando al llegar las olas, una marea baja cubriéndote del poder del sol. Terminas de bañarte, coges la toalla, te secas la cabeza, de pronto estás dibujando una silueta en la esquina de un cuaderno mientras el profesor escribe en la pizarra, no te importa ser oscurecido por las nubes, desapareces de la vista de todos y te sumerges en tu dibujo, eres una silueta negra dando pasos por el precipicio, estás por caer pero sigues dibujando, el abismo es infinito así como tus palabras que nadie escucha; terminas de secarte la cabeza, la cara, las orejas, te pones la toalla en la cintura, te cepillas los dientes, ves tu rostro en el espejo: se notan canas en los costados, tienes los ojos cansados, no has dormido bien esta noche, ni esta ni las últimas cuatro mil; terminas, te enjuagas la boca, coges la máquina de afeitar, la barba es rala, breve, pero no te gusta el bigote, pasas las cuchillas una vez, dos veces, una tercera y hasta una cuarta, te enjuagas la cara, sientes el fresco del agua, piensas en la noche anterior aunque no la traes de lleno a tu mente, sientes que fue como huir de la civilización, observar los autos, los buses, mirar los rostros sin distinguir las facciones de ninguno de ellos, de repente olvidas esto, coges tu ropa y sales del baño.

 

Te sacas la toalla, la arrojas en la cama, quieres echarte un momento pero sabes que no es temprano, dudas, luego lo haces, te cubres el rostro, coges el celular, no ves la hora, ves la foto de fondo: un atardecer en el acantilado, acantilado, mar, vacío, otra vez el maldito vacío. Miras el techo, es color hueso o marfil o no sabes cómo definirlo, cierras nuevamente los ojos, quieres que el tiempo retroceda para poder descansar más horas, pero a la vez no quieres que vuelva atrás para no vivir nuevamente el insomnio, el sueño que ahora no recuerdas. Diez minutos después te vuelves a levantar, coges el desodorante, piensas que demonios ponerte, coges un jean, no te gusta el color, coges otro, sacas la ropa interior, miras el ropero, hay otro espejo pero a este no prestas atención, te arrepientes y lo miras: tu semblante es atroz, no reconoces al muchacho de la universidad, al que salía con sus amigos en la noche, el que solía reír, el que pensaba en historias que jamás escribió, el que dibujaba en sus cuadernos, el que cogía la guitarra por horas para tocar canciones que nunca cantaría frente a nadie, pero que cubría las horas oscuras con las horas oscuras que otros usaron para componer eso que ahora canta, recuerda, tararea. Ves la ventana abierta, hay un ligero viento jugando con las cortinas, te cambias, no quieres que la hora avance, no es cierto, quieres que lo haga, quieres que sea de noche, quieres que se cierre la puerta y olvides el trabajo, odias a todo el que te saluda, odias el sol, odias los pasillos, odias las puertas, los escritorios, las sillas, los techos, los fluorescentes, odias los cómoteva, cómoamaneciste, todobien, odias las escaleras y odias tener que pensar qué camisa ponerte, cuando te decides la hora ya pasó y debes correr a peinarte, ves nuevamente tu reflejo y vuelves a recordar la juventud, el caminar despreocupado por las mismas calles una y dos veces más; ves la cama desarreglada, sacas las frazadas, la sábana, el cubrecama, las almohadas, la tiendes, dejas las sandalias y te pones los zapatos, coges las llaves, el dinero, ves los perfumes, coges uno al azar, te aplicas en el rostro, detrás de las orejas, los brazos, el cuello, te arde la barbilla, llegas a la puerta, sientes la llave en los bolsillos, abres la puerta, vuelves tocar el bolsillo y metes la mano para volver a sentir la llave, miras que no haya nada enchufado a pesar que no has conectado nada, miras la habitación donde vives: los libros acomodados uno sobre otro, uno al costado del otro, uno tapando a otro, el perchero con la ropa colgada, los zapatos, la cama, al demonio con todo, pones el seguro y cierras la puerta con cuidado, caminas por el pasillo, bajas las escaleras.

 

La calle es una muerte que describes a diario, como una soledad tras otra perdiéndose en la infinidad de avenidas, ves una persona volteando la esquina, el parque, los árboles, las palomas, los mirlos, las hojas en el suelo, un anciano paseando a su perro, una mujer viniendo hacia ti, pasando por tu lado, la observas de reojo, es guapa, luego la olvidas y das la vuelta, ves los autos en el paradero, el semáforo, luz roja, gente igual cruzando, una patrulla en la estación del tren, policías conversando, más gente cruzando, conversando, un hombre con audífonos como vincha, cómo odias ese modelo, está nublado, no hace frío, es una primavera extraña de fondo gris, como una canción sin nombre cantada con los ojos cerrados y eso quieres hacer para no olvidar que odias caminar estas calles, luego recuerdas algo y al instante recuerdas una cosa más, cuando menos esperas estás en el bus contemplando la ciudad, ves las nubes y crees que sigues cayendo; los edificios, las tiendas cerradas, las tiendas abiertas, las líneas pintadas en las pistas, el tráfico, los autos, la gente en moto, en bicicleta. Sientes que quizá deberías estar golpeando tu cabeza contra la pared de la habitación hasta la siguiente edad de hielo, que los segundos se vuelven eternos cuando miras el techo y se vuelven efímeros cuando encuentras algo que te hace sonreír. La vida es una suma de minutos y segundos que transcurren en medio del hastío de un trabajo que lentamente te mata, de sueños que se quedan impregnados en la almohada y perdidos en las sábanas, discurriendo como el agua de la ducha. Una persona sube al bus, comienza a cantar una canción que conoces de memoria, no la tarareas, la detestas en este momento, ves al hombre como un compañero que cae junto a ti por el mismo abismo, no son diferentes, luego se calla, pasa por tu lado pidiendo dinero, no lo miras, él sí y los dos segundos que se para a tu costado son suficientes para entender que el dolor es tan dulce como imaginar que eres feliz.

 

El camino se hace largo, pero cuando menos esperas estás de pie en la acera mirando a las personas disfrazadas, ocultando sus corazones. Los anuncios, más buses, una vendedora, tu aliento enterrándose en el asfalto, autos rojos, verdes, azules, un semáforo, otro, las piernas que inconscientemente quieren sacarte del precipicio, pero tú quieres seguir cayendo, ahora solo, rozando las nubes de papel picado, blancas, negras, entendiendo por qué no llueve en esta ciudad, entendiendo y no entendiendo a la vez por qué luces cansado, infeliz, sin ganas, sin deseos de dejar de caer y tocar los techos, hastiado, con rabia de que todo tenga el mismo color; quieres una vida tranquila pero no dejas de enumerarlo todo: la gente que pasa por tu lado, la pareja que se despide con un beso, un perro con su amo que se distrae, un paradero, miles de buses y ojos que se mueven en cámara lenta, en escala de grises, en progresiones de dos a cuatro a veinte, dejando las marcas de los zapatos en las paredes. Sientes que la rutina te coge del cuello, te asfixia, te ata, te sumerge en el mar y de pronto recuerdas que eras niño y te gustaba meterte a sentir las olas, te daba miedo y lo olvidabas, pensabas que cuando seas mayor nadarías hasta la isla, luego regresarías y contarías cada una de las piedras de la playa; pero ahora solo esperas seguir cayendo y que el vértigo te consuma de a pocos, que de repente cierres los ojos y los autos, las tiendas cerradas y las tiendas abiertas, la calle que cruzas, el café de la esquina, el hotel del costado, la puerta de tu trabajo y todas y cada una de las estrellas que no ves en este momento se metan en tu cuerpo y hagan que explote, que se vuelva polvo y ese polvo se entierre en algún jardín donde nadie tenga que verse al espejo luego de bañarse, ni cambiarse, ni cerrar la puerta ni tocar el bolsillo para percatarse de la llave, ni subir a un bus, ni ver las calles ni desear por primera y última y penúltima vez que su cuerpo deje de caer y vaya directo al centro de la tierra, para no tener que saludar al vigilante, ni marcar tarjeta ni subir escaleras ni ver que el cielo se pone celeste cuando esta mañana al abrir los ojos era del color del final de sus sueños.

 

Y un pasadizo, varias puertas cerradas, doblar a la derecha, más puertas, una galaxia donde solo vives tú, la sala, diez pasos más adelante, un campo con dos molinos, un escenario vacío, un hombre vacilante pensando en su existencia, la oficina, el interruptor, el escritorio, la pantalla, el teléfono, la pizarra, la silla. Ves el calendario. Dejas de caer. Respiras.

 

Miras tus manos y las líneas formando dos letras A, mirándose una a otra. Recuerdas tu rostro cansado al levantarte. Coges el teclado, lo sueltas. No sabes cómo terminar esta historia invisible que sabes que nadie leerá. Quieres dejar de pensar en la lluvia que no existe, en la calle que no existe, en la gente que no existe. 


Tener una vida tranquila. Sin alarmas. Sin sorpresas.




«No Surprises» es una canción de la banda inglesa Radiohead, incluida en su álbum «OK Computer» de 1997. Compuesta por Thom Yorke y el resto de la banda, muestra el lado menos agresivo del disco y a la vez, el hastío de una vida insatisfecha.


Canción número cuatro.