El agua fría sobre el rostro. Cierras los ojos, los abres, miras las mayólicas, coges el jabón, frotas tus manos, sigues recibiendo el agua en el cuerpo, apoyas la cabeza en la pared, te sientes en una isla, perdido en medio del universo, hastiado de sobrevivir.
Imaginas fugazmente un mundo de nubes
construido sobre una avenida de autos de colores, fulgurantes, de lunas llenas
pintadas con aerosol, como un camino de ladrillos amarillos, sí, de ladrillos
amarillos así no recuerdes la película, luego tienes un asiento en la última
fila del cine y en la pantalla se ve en letras inmensas: «tu existencia es una
imperfección», abres los ojos y ya no estás en la butaca, estás bajo la ducha y
el agua sigue cayendo sobre tu cabeza, ves como se va por las rendijas del piso
y quizá termine en el mar, piensas en él y te ves saltando al llegar las olas,
una marea baja cubriéndote del poder del sol. Terminas de bañarte, coges la toalla,
te secas la cabeza, de pronto estás dibujando una silueta en la esquina de un
cuaderno mientras el profesor escribe en la pizarra, no te importa ser
oscurecido por las nubes, desapareces de la vista de todos y te sumerges en tu
dibujo, eres una silueta negra dando pasos por el precipicio, estás por caer pero
sigues dibujando, el abismo es infinito así como tus palabras que nadie
escucha; terminas de secarte la cabeza, la cara, las orejas, te pones la toalla
en la cintura, te cepillas los dientes, ves tu rostro en el espejo: se notan
canas en los costados, tienes los ojos cansados, no has dormido bien esta
noche, ni esta ni las últimas cuatro mil; terminas, te enjuagas la boca, coges
la máquina de afeitar, la barba es rala, breve, pero no te gusta el bigote,
pasas las cuchillas una vez, dos veces, una tercera y hasta una cuarta, te
enjuagas la cara, sientes el fresco del agua, piensas en la noche anterior
aunque no la traes de lleno a tu mente, sientes que fue como huir de la
civilización, observar los autos, los buses, mirar los rostros sin distinguir
las facciones de ninguno de ellos, de repente olvidas esto, coges tu ropa y
sales del baño.
Te
sacas la toalla, la arrojas en la cama, quieres echarte un momento pero sabes
que no es temprano, dudas, luego lo haces, te cubres el rostro, coges el
celular, no ves la hora, ves la foto de fondo: un atardecer en el acantilado, acantilado, mar, vacío, otra vez el maldito vacío. Miras el techo, es color hueso o marfil o no sabes cómo definirlo, cierras
nuevamente los ojos, quieres que el tiempo retroceda para poder descansar más
horas, pero a la vez no quieres que vuelva atrás para no vivir nuevamente el
insomnio, el sueño que ahora no recuerdas. Diez minutos después te vuelves a
levantar, coges el desodorante, piensas que demonios ponerte, coges un jean, no
te gusta el color, coges otro, sacas la ropa interior, miras el ropero, hay
otro espejo pero a este no prestas atención, te arrepientes y lo miras: tu
semblante es atroz, no reconoces al muchacho de la universidad, al que salía
con sus amigos en la noche, el que solía reír, el que pensaba en
historias que jamás escribió, el que dibujaba en sus cuadernos, el que
cogía la guitarra por horas para tocar canciones que nunca cantaría frente a
nadie, pero que cubría las horas oscuras con las horas oscuras que otros usaron
para componer eso que ahora canta, recuerda, tararea. Ves la ventana abierta,
hay un ligero viento jugando con las cortinas, te cambias, no quieres que la
hora avance, no es cierto, quieres que lo haga, quieres que sea de noche,
quieres que se cierre la puerta y olvides el trabajo, odias a todo el que te
saluda, odias el sol, odias los pasillos, odias las puertas, los escritorios,
las sillas, los techos, los fluorescentes, odias los cómoteva, cómoamaneciste,
todobien, odias las escaleras y odias tener que pensar qué camisa ponerte,
cuando te decides la hora ya pasó y debes correr a peinarte, ves nuevamente tu
reflejo y vuelves a recordar la juventud, el caminar despreocupado por las
mismas calles una y dos veces más; ves la cama desarreglada, sacas las
frazadas, la sábana, el cubrecama, las almohadas, la tiendes, dejas las
sandalias y te pones los zapatos, coges las llaves, el dinero, ves los
perfumes, coges uno al azar, te aplicas en el rostro, detrás de las orejas, los
brazos, el cuello, te arde la barbilla, llegas a la puerta, sientes la llave en
los bolsillos, abres la puerta, vuelves tocar el bolsillo y metes la mano para
volver a sentir la llave, miras que no haya nada enchufado a pesar que no has
conectado nada, miras la habitación donde vives: los libros acomodados uno
sobre otro, uno al costado del otro, uno tapando a otro, el perchero con la ropa
colgada, los zapatos, la cama, al demonio con todo, pones el seguro y cierras
la puerta con cuidado, caminas por el pasillo, bajas las escaleras.
La
calle es una muerte que describes a diario, como una soledad tras otra
perdiéndose en la infinidad de avenidas, ves una persona volteando la esquina,
el parque, los árboles, las palomas, los mirlos, las hojas en el suelo, un
anciano paseando a su perro, una mujer viniendo hacia ti, pasando por tu lado,
la observas de reojo, es guapa, luego la olvidas y das la vuelta, ves los
autos en el paradero, el semáforo, luz roja, gente igual cruzando, una patrulla
en la estación del tren, policías conversando, más gente cruzando, conversando,
un hombre con audífonos como vincha, cómo odias ese modelo, está nublado, no
hace frío, es una primavera extraña de fondo gris, como una canción sin nombre cantada con los ojos
cerrados y eso quieres hacer para no olvidar que odias caminar estas calles, luego recuerdas algo y al instante recuerdas una cosa más,
cuando menos esperas estás en el bus contemplando la ciudad, ves las nubes y crees que sigues
cayendo; los edificios, las tiendas cerradas, las tiendas abiertas, las líneas
pintadas en las pistas, el tráfico, los autos, la gente en moto, en bicicleta. Sientes
que quizá deberías estar golpeando tu cabeza contra la pared de la habitación hasta
la siguiente edad de hielo, que los segundos se vuelven eternos cuando miras el
techo y se vuelven efímeros cuando encuentras algo que te hace sonreír. La vida
es una suma de minutos y segundos que transcurren en medio del hastío de un
trabajo que lentamente te mata, de sueños que se quedan impregnados en la
almohada y perdidos en las sábanas, discurriendo como el agua de la ducha. Una
persona sube al bus, comienza a cantar una canción que conoces de memoria, no
la tarareas, la detestas en este momento, ves al hombre como un compañero que
cae junto a ti por el mismo abismo, no son diferentes, luego se calla, pasa por
tu lado pidiendo dinero, no lo miras, él sí y los dos segundos que se para a tu
costado son suficientes para entender que el dolor es tan dulce como imaginar
que eres feliz.
El
camino se hace largo, pero cuando menos esperas estás de pie en la acera
mirando a las personas disfrazadas, ocultando sus corazones. Los anuncios, más
buses, una vendedora, tu aliento enterrándose en el asfalto, autos rojos,
verdes, azules, un semáforo, otro, las piernas que inconscientemente quieren sacarte
del precipicio, pero tú quieres seguir cayendo, ahora solo, rozando las nubes
de papel picado, blancas, negras, entendiendo por qué no llueve en esta ciudad,
entendiendo y no entendiendo a la vez por qué luces cansado, infeliz, sin
ganas, sin deseos de dejar de caer y tocar los techos, hastiado, con rabia de
que todo tenga el mismo color; quieres una vida tranquila pero no dejas de
enumerarlo todo: la gente que pasa por tu lado, la pareja que se despide con
un beso, un perro con su amo que se distrae, un paradero, miles de buses y ojos
que se mueven en cámara lenta, en escala de grises, en progresiones de dos a
cuatro a veinte, dejando las marcas de los zapatos en las
paredes. Sientes que la rutina te coge del cuello, te asfixia, te ata, te
sumerge en el mar y de pronto recuerdas que eras niño y te gustaba meterte a
sentir las olas, te daba miedo y lo olvidabas, pensabas que cuando seas mayor
nadarías hasta la isla, luego regresarías y contarías cada una de las piedras
de la playa; pero ahora solo esperas seguir cayendo y que el vértigo te consuma
de a pocos, que de repente cierres los ojos y los autos, las tiendas cerradas y
las tiendas abiertas, la calle que cruzas, el café de la esquina, el hotel del
costado, la puerta de tu trabajo y todas y cada una de las estrellas que no ves
en este momento se metan en tu cuerpo y hagan que explote, que se vuelva polvo
y ese polvo se entierre en algún jardín donde nadie tenga que verse al espejo
luego de bañarse, ni cambiarse, ni cerrar la puerta ni tocar el bolsillo para
percatarse de la llave, ni subir a un bus, ni ver las calles ni desear por
primera y última y penúltima vez que su cuerpo deje de caer y vaya
directo al centro de la tierra, para no tener que saludar al vigilante, ni
marcar tarjeta ni subir escaleras ni ver que el cielo se pone celeste cuando
esta mañana al abrir los ojos era del color del final de sus sueños.
Y
un pasadizo, varias puertas cerradas, doblar a la derecha, más puertas, una
galaxia donde solo vives tú, la sala, diez pasos más adelante, un campo con dos
molinos, un escenario vacío, un hombre vacilante pensando en su existencia, la
oficina, el interruptor, el escritorio, la pantalla, el teléfono, la pizarra,
la silla. Ves el calendario. Dejas de caer. Respiras.
Miras tus manos y las líneas formando dos letras A, mirándose una a otra. Recuerdas tu rostro cansado al levantarte. Coges el teclado, lo sueltas. No sabes cómo terminar esta historia invisible que sabes que nadie leerá. Quieres dejar de pensar en la lluvia que no existe, en la calle que no existe, en la gente que no existe.
Tener una vida tranquila. Sin alarmas. Sin sorpresas.
«No Surprises» es una canción de la banda inglesa Radiohead, incluida en su álbum «OK Computer» de 1997. Compuesta por Thom Yorke y el resto de la banda, muestra el lado menos agresivo del disco y a la vez, el hastío de una vida insatisfecha.
Canción número cuatro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario